El año más largo

18 Dic
Amanecer desde la Playa de la Misericordia. J.L. Escudero

Hubo un tiempo, no hace mucho o sí, ya sabéis que soy malo con la memoria y que el tiempo es relativo como el motor de búsqueda de Google, digo que hubo un tiempo extraño en el que reinó una bondadosa crueldad en el mundo. Los mayores fallecían solos, los niños dejaron de jugar en los parques y los demás, asustados, desconcertados sobre una inquietud inédita, nos encerramos en casa. Dicen que fue el año más largo de la historia  aunque esto también es relativo. También fue un año bello y lo voy a demostrar.

Hubo un tiempo, durante algunos meses de aquel año eterno, en el que recorrí los polígonos deshabitados, y no me crucé con nadie, con  ningún coche hasta pasado el Palacio de Ferias y Congresos, recuerdo. Pude ver, en aquellos días,  una  Málaga de ciencia ficción que hibernaba, vacía, dormida, soportando  sueños raros que se repetían en bucle. Málaga soñando, lejana, como ausente, soñando que siempre estaba  nublada; soñando que le sobrevolaban  pájaros extraños y exóticos, que algún día amanecería. De pronto, en el sueño, parecía que llovía lentamente -como en aquel poema de Luis García Montero-,  pero, en verdad, solo eran lágrimas desde los balcones…, y Málaga se volvía a encoger y, de vez en cuando, temblaba.

Hubo un tiempo, aquel de la bondadosa crueldad,  en el que un virus invisible nos encerró en las casas. Quizás algunos ya nos acordéis de esto pero fue así. Nos encerramos y sobrevivimos. Hicimos la revolución en pijama y, a veces, hacíamos el amor en silencio. Un tiempo en el que sobrevivimos, como pudimos, con una piel binaria de Skype y las ganas de salir. Una piel sintética llena de pixeles y fondos guionizados, decoraciones de Ikea y sonrisas sobreactuadas. No vivimos, tan solo sobrevivimos. No fue poco.

En aquel tiempo, que mal lo recuerdo ya, estoy mayor, pensábamos que habíamos pasado de ver una película, lejana y oriental,  a estar dentro de la película. Con los días a cuestas, las semanas pesadas como losas y drogados de una  asombrosa anestesia, unos y otros empezamos a creer que estábamos equivocados: no estábamos dentro de la película; nosotros éramos la película. Una especie de gran  spot publicitario de nosotros mismos que no anunciaba nada. Una historia de heroicidad y asombro.

Hubo un tiempo en el que todo parecía la frágil representación de sí mismo, como una especie de simulador de la realidad, una peli dentro de una peli, un tiempo lento de sueños raros que se repetían, de simulacros que se desvanecían, un tiempo para la derrota de la certidumbre y para enseñarnos la asombrosa vulnerabilidad del ser humano, un tiempo de  emociones subterráneas, de encuentros memorables y del trapecio sin red. Fue también  el tiempo triste de quietud en los  palacios de hielo.

Pero, sabéis, aquel tiempo también tuvo cosas bellas. Os lo aseguro. No escribo de lo que lo sé, escribo de lo que he aprendido. En ese tiempo también hicimos cosas geniales. Supimos quedarnos en casa e hicimos del aislamiento social algo útil. Hacía demasiado que no nos preocupábamos tanto por los otros, demasiado tiempo que no mandábamos tantos mensajes, ni hacíamos tantas llamadas para saber “qué tal”. La expresión “qué tal”, por ejemplo, recuperó todo el sentido y cuando te cruzabas con alguien y le preguntabas, “qué tal”, la respuesta siempre era oportuna. Durante unos instantes parecía que éramos mejor y quizás lo fuimos.

Aprendimos a ver el mar dentro de una pecera y aprendimos que es muy complicado vencer a alguien que jamás se rinde. Aprendimos tanto y vimos tantas cosas. Por ejemplo, hacía mucho que no veíamos tanta belleza en las redes -música, poesía, conversatorios como diría García Márquez-, o aquella sensación de los aplausos de las ocho, que nos reconciliaron durante un tiempo y nos mejoraron unidos. Comenzamos  a mirarnos a los ojos, tampoco teníamos otra opción por culpa de las mascarillas, y a cuidarnos un poco mejor. Descubrimos que podíamos usar el móvil para conocernos, en lugar de aislarnos. Jugamos más con nuestros hijos e hijas  y volvimos  a descubrir a nuestros mayores a los que, seamos sinceros, teníamos olvidados.

En ese tiempo, salimos de nuestras rutinas y soñamos con esperanzas. Nos dimos cuenta de que ser felices es necesitar menos. En aquellos meses de pobreza y coraje, algunos dejaron de crecer por ambición y comenzaron a  prevenir por solidaridad. Nos dejamos ir hacia otro sitio distinto. Es cierto que, con los años, me he convertido en  un optimista pragmático, lo sé, pero vi tanta belleza en tantos gestos, en tantas personas ajenas, lejanas, iguales a nosotros. Por un instante, pudimos ser el veneno y el antídoto, el problema y  la solución. Por unos momentos, fuimos dioses.

En aquel tiempo, durante ese año inacabable, en medio de aquella borrasca borrosa, vimos el túnel y la luz al final del túnel, aprendimos a vivir en tinieblas y a abrazarnos sin tocarnos la piel. Un ensayo para la ceguera. Fue el año más largo, un tiempo quieto sobre una bondadosa crueldad en el mundo, el año 2020, el año más largo, en el que un virus nos devolvió a los humanos la capacidad de imaginar un futuro en el que desearíamos vivir y que, por un momento, vivimos.

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