La Cosmopolita y las raíces de Málaga

3 Jun

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Dicen que cuando creces y te conviertes en un ser soberano encuentras la dependencia en aquello que, de manera inconsciente, te transporta a lo más profundo de tu ser. Eres una planta pidiendo agua y tus raíces acarician la tierra en búsqueda del acuífero más puro. Es por eso, que al final, los hombres y mujeres acaba hincando la rodilla ante las personas que reflejan con mayor nitidez esa imagen propia de tu singular vida.

Málaga es una ciudad de esclusas. Y de excusas. Eternamente abriendo y cerrando puertas. Acaparando tu atención para seguidamente nublarte la mirada. Que nada quede en tu retina más allá del día anterior. Pero siempre con una sonrisa impostada. Siempre con una respuesta y una excusa que sirva para convencerte. Que no. Que lo que a ti te decepciona de la ciudad es porque no la comprendes. Que no tienes ni idea. Que lo que pasa es que somos una metrópoli cosmopolita. Sí. Cosmopolita. Palabra mágica. Comodín en bucle. El jocker de la baraja del sur de Europa y la manera más fácil para convencernos de los errores y tropiezos de una ciudad con la historia cortada a la altura de la conveniencia de quien viene a explotarla.

Decir que Málaga es cosmopolita para justificar cualquiera de sus males es no saber mirar a través de los ojos de nuestra tierra y acabar convirtiendo un adjetivo positivo en una tirita mal puesta.

Es por eso que, cuando nos topamos con las raíces verdaderas en el desierto franquiciado en el que se ha convertido el centro de Málaga, abrimos los brazos y suspiramos por haber llegado a casa. Y esa casa, hoy, tiene una de sus puertas en una esquina de la calle del pintor Denis Belgrano.

La Cosmopolita. Así se llama esta tabernita que recoge el nombre de lo que fue Málaga y en lo que ha sabido convertirse. En el año cuarenta y ocho del siglo pasado abría sus puertas en calle Larios La Cosmopolita originaria. Un café clásico de la ciudad. Un lugar estamental. Un punto de encuentro inequívoco y el termómetro más grande que ha tenido esta tierra. Por allí pasaron todos. El café se tomaba en su barra y si la cosa iba bien dentro de su salón es que estaba marchando Málaga en condiciones. Su fundador, Fernando Mejías León, hizo de un local al uso un espacio de singularidad única. Por allí pasaron las fuerzas vivas de ésta y otras ciudades y el emblema de su puerta era ya decorado fijo de la arteria principal de la ciudad.

Hablaba de termómetro y es que conforme pasaba el tiempo, La Cosmopolita fue desgastando sus últimos cartuchos y con la pérdida de las personas que hacían grandes los cafés, se fue perdiendo también el brillo y quedó únicamente la pátina de lo que fue y nunca volvió. En el año dos mil ocho Málaga cerraba La Cosmopolita con una mano y con la otra saludaba a los nuevos dueños de nuestra tierra: Las franquicias.

Cada vez éramos más ricos. Pero solamente en dinero. Y la pobreza con respecto a señas de identidad llegaba ya a límites insospechados.

Ante esta situación y con las pretensiones básicas de alguien que emprende, abría sus puertas nuevamente La Cosmopolita. Ahora no como café y sí como casa de comidas. Ahora no en calle Larios pero sí en el corazón de Málaga. Y ahora también con la misma esencia de su antepasado: hacer con tu tierra el sitio y no el sitio con tu tierra.

Margarita Subiris y Daniel Carnero. Un pedazo de Málaga en la familia y un cocinero con la mirada verdiblanca y con el pulso necesario para servir Andalucía en cucharita de postre. Así nació y así crece la facultad de la gastronomía andaluza que es La Cosmopolita a día de hoy. De la cocina de Dani salen platos con la experiencia de quien ha trabajado con Martín Berasategui, en El Bulli de Adriá o en los mejores fogones Suiza.  Pero también de aquél que va al Rocío con la Hermandad de La Caleta y al que se le acelera el pulso cuando sube Despeñaperros y echa la vista atrás con un suspiro. Ahí está la clave. Ahí el concepto y de ahí el éxito.

La decoración justa y necesaria. La similitud de conceptos con cualquier franquicia andaluza de atrezzo pero con la verdad por delante. Entrar a La Cosmopolita es ver Andalucía sin darte cuenta. Es sentir el campo o los toros sin necesidad de comer con dos cuernos de plástico colgado.

Giros inesperados en una cocina de mercado donde un día encuentras las caballas más frescas, brevas tiernas del terreno aliñadas o un calamar de Málaga con la blancura que solamente regala la fritura con aceite de oliva bueno.

Es el éxito de lo sencillo. Es la naturalidad de quien te ofrece gambas de Garrucha porque hoy hay en el mercado pero que mañana te sirve un salmonete cogido aquí cerca y al que le fríe la cabeza. Bravo siempre por las manos honestas de quien prefiere no servir nada si no es bueno. Bravo siempre por quien no depende de las nuevas técnicas porque no quiere usarlas o prefiere no tocar lo que no va a llevar a la máxima potencia. Yo me quedo ahí. En la esencia. En la yema del huevo sobre unos perruchicos frescos salteados. Yo me quedo en la mejor manzanilla de Sanlúcar, en los finos de Jerez y en los tintos de Ronda.

Me quedo en el sitio en el que la ensaladilla la sirven en platos de la Cartuja de Sevilla. Prefiero Pickman a Ikea. Prefiero que me saluden con un platito de papas aliñás y que cuelguen bacalaos. Pero de verdad. No de plástico. No de engaños. No de la ciudad franquiciada para engañar a los turistas. Es el lugar perfecto. Con los camareros de Málaga y la cocina a la vista. El sitio en el que se respetan desde el pan y los piquitos hasta los detalles más nimios.

Vigas de madera al aire. En el ambiente nuestra tierra dibujada en el suelo hidráulico tras la barra y en los clientes un seguro de vida. Y es que al final nuestra tierra no es nuestra. La hemos prestado al forastero y se nos ha ido la mano de tal manera que podemos acabar sintiéndonos extraños en nuestra propia casa.

En La Cosmopolita cabe la ciudad entera. Y si me apuras, Andalucía. Las raíces de nuestra ciudad están escondidas, pero esa taberna del centro han sabido refrescarlas.

Viva Málaga.

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