Budapest a pata coja

10 Ago

Faltan sólo dos semanas para emprender mi viaje a Budapest, cuando descubro por el diagnóstico de un segundo traumatólogo que el esguince que me dictaminó el primero era, en realidad, una fractura. Imagino entonces las consecuencias; hospital, operación y escayola, pero me dice el médico que con una walker ortopédica puedo viajar sin problemas.

Así que, llegada la fecha del vuelo, me presento en el aeropuerto con esa bota aparatosa almohadillada de fieltros, con sus apliques de plástico en el tacón y sus cierres de velcro, que con el calor multiplica su peso al andar (claro, que peor sería una escayola).

Ese mismo día se anuncia la suspensión de muchos vuelos de Ryanair por huelga de personal y hay en el aire cierta incertidumbre que termina por disiparse. Finalmente, embarcamos en el avión y despega después de media hora de espera para llegar a Budapest de madrugada. Hay otros medios como un bus nocturno para dirigirnos desde allí al apartamento de Andrea en Pest, pero el taxi es el más eficaz. El precio estipulado para el trayecto al centro es de 7.500 forintos (25 euros), sin embargo, el taxista nos cobra sólo 6.000. Es una buena manera de empezar, sobre todo, porque en cuanto bajamos del automóvil, encontramos a Andrea, que en la puerta espera sin incomodarse por la media hora de retraso.

Su estudio se encuentra en la primera planta de un edificio decimonónico, muy bien restaurado, con su pertinente patio interior, cuya pared lateral está cubierta de hiedra trepadora para refrescar la atmósfera, y comunica en el extremo con una escalera de caracol, no muy apropiada para subir con bota ortopédica, pero muy coqueta en suma. Que nadie espere ascensores si quiere alojarse en el casco histórico.

Pero, en fin, cuando la prioridad es dormir, los escalones no son un impedimento. En la estancia de techos altísimos destaca una biblioteca muy nutrida, especializada en temas biológicos y contigua a ella, un baño con solería ajedrezada casi más grande que la habitación. Por contra, a falta de aire acondicionado -tampoco es uso muy generalizado aquí- un pequeño ventilador se encargará de aliviar el bochorno de las noches veraniegas aquincenses. El calor del estío es muy húmedo en la capital de Hungría, pero hay recursos para combatirlo. Ya los iremos descubriendo.

Reparados por el sueño, después del primer café, bajamos a la calle, donde de frente se halla la iglesia de San Jorge. Se encuentra en el barrio de Belváros, que es un punto estratégico para comenzar la visita por la ciudad. A la izquierda, a pocos pasos, se encuentra el animadísimo barrio judío y a la derecha se desemboca en una calle peatonal (Váci utca), llena de restaurantes económicos, que lleva de frente al mercado central, muy similar por su arquitectura a una vieja estación de tren y, que ofrece en su interior un amplísimo surtido de exquisiteces, entre las que destacan el foie gras de oca, el caviar ruso (nada caro) y los salamis de toda clase de animales. De estos últimos no compro, porque vi en uno de ellos la etiqueta con un burrito muy lindo y me dio mucha penita. Esto es en la planta baja, en la planta alta se puede comer caliente en los quioscos y comprar souvenirs; mantelería bordada, útiles de cocina, etc, etc…

Al salir del mercado, muy cerca, encontramos el puente de la Libertad que conecta con la otra parte de la ciudad; Buda. Al recorrerlo nos asomamos con emoción al Danubio, que no es azul sino marrón verdoso, pero muy grato de navegar. Hacerlo es sencillo, al final de este puente, está el embarcadero donde atraca el ferry de línea. Se paga poco, poquísimo, y hay que hacerlo a bordo y en efectivo; no aceptan tarjetas de crédito.

Este embarcadero está a los pies del hotel Gellért, donde hay que hacer una parada. Es un lugar decadente, donde se hallan unos hermosos baños. Lo más bonito es la piscina interior, rodeada de columnas salomónicas, que sirven de pilares a una galería decorada con plantas.

Al salir de la piscina, a cada lado, hay dos puertas que llevan a los baños termales de mujeres y hombres, hoy mixtos, que combinan sucesivamente las piscinas de agua muy fría hasta llegar a las más cálidas. Esta costumbre, heredada de los ocupadores turcos, es una bendición para los que padecen dolencias de huesos y se observa más en invierno, pues en verano está más concurrida la piscina de olas del exterior.

Tal vez ya relajados es hora de subir al monte Gellért, que está en el lateral izquierdo del hotel, pero antes recomiendo sacarse un billete de transporte en la maquinita frente al complejo. Dicho billete ha de ser con transbordos pues sirve igual para el metro, el tram y el autobús. Budapest es una ciudad de grandes distancias y es necesario tener disponibilidad para el transporte público, que, por cierto, funciona de maravilla. El Tram 2, por ejemplo, te lleva por todos los lugares de interés del casco histórico.

Se puede subir al monte Gellért en bus, pero conviene hacerlo a pie, si se puede, por la belleza del recorrido entre las boscosas sendas hasta culminar con la impactante imagen del monumento a la Liberación, que fue construido para homenajear a los soldados rusos muertos en la salvación de Budapest de la ocupación nazi. El conjunto se compone de una alegoría femenina de 14 metros sobre un pedestal de 25 m que levanta al cielo una hoja de palma, flanqueada por dos figuras masculinas, de tamaño menor, muy musculadas que representan el progreso y la lucha contra el mal, encarnado en un dragón. Sobrecoge el estilo futurista megalómano, propio de los regímenes totalitarios del siglo XX, que también dejó su huella en el Valle de los Caídos.

En el ascenso a este monte, que corona la ciudadela, mandada levantar por el emperador Francisco José I contra los revolucionarios húngaros, y usada durante la II Segunda Guerra Mundial de defensa antiaérea, encontramos importantes pistas sobre la fascinante historia de este país. De momento, el pie merece un descanso en un chiringuito del parque del Jubileo y la garganta una pinta muy fresca de Soproni. Prohibido brindar con cerveza, ya sabréis por qué…

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