El calor y los fuegos

11 Ago

De todos los eventos de la Feria, creo que es el de hoy el que siempre me ha gustado más. Precisamente porque los fuegos artificiales con los que se da paso a las fiestas se celebran de noche, cuando ya la ausencia del sol nos alivia un poquito de ese terral que, a mediados de agosto, suele andar desatado.

El terral, como pueda creer erróneamente el visitante o un malagueño que pierda la memoria de un año a otro no es consecuencia del cambio climático, sino un mal que nos acompaña desde siempre, aunque, por fortuna, sólo se manifieste de vez en cuando. A la altura de mediados de agosto, por la Feria, en especial.

De la antigüedad del fenómeno son muestra estas palabras del viajero Joseph Townsend, que, a finales del siglo XVIII, anotó sus impresiones de la ciudad:

Durante el verano, los habitantes de estas regiones bochornosas evitan el contacto de los rayos de sol en lo posible, quedándose en sus casas todo el día…

Costumbre que precisó mi colega del viernes, Juan Gaitán, que es un verdadero experto en el tema:

Cuando sobre la ciudad sopla el terral, el calor va por las calles dando trompadas como un animal herido.

El terral revienta los termómetros y nos obliga a encerrarnos en los búnkeres que tengamos más a mano. Ante el terral sólo sirve cerrar las ventanas o bajar a los sótanos donde no alcanza su respiración de ángel caído.

Por lo demás, ya que estamos en este artículo llamado “Terral”, extraeré otras frases que perfilan aún más a este viento del Hades, que es hermanastro del Levante o, como diría el poeta, su lado oscuro:

El terral tiene el aliento cálido de los volcanes, con vocación de ventisca del desierto y reminiscencias saharianas, aunque venga desde el interior, desde el valle del Guadalhorce (donde a veces se entretiene asfixiando a las gallinas).

Y bien, leído y comprobado sobre las carnes, podríamos decir que el terral es el único defecto de nuestro clima templado, por el que la ciudad es conocida y elogiada en todos los idiomas.

Como por fatalidad de las fechas, la Feria y el terral, suelen ir de la mano, agradezco al Ayuntamiento la colocación de esos toldos sobre las calles principales, porque la proyección de las ascuas solares sobre las cabezas, saca de cada individuo ese diablo enloquecido que lleva dentro en estas ocasiones y no se queda manco ni cojuelo como aquel de Vélez de Guevara.

Tengo yo para mí que el calor potencia la violencia, como es bien notorio si te quedas observando cómo se pisotean confundidas las hormigas las unas a las otras en la boca de su hormiguero, cómo chillan agresivas las chicharras y ese modo de picar con saña de avispas, mosquitos y tábanos. Que da miedo sacar una sandía al aire libre por el cortejo que le venga en ronda.

Pero no son sólo los insectos, quienes se trastornan si el calor promete abrasarlos vivos en su crudelísima hoguera, también a los humanos se les revuelven las bilis y de lo melancólico pasan a lo colérico, como según las teorías del médico, Juan Huarte San Juan, podía pasarle a El Quijote cuando cabalgaba en los veranos por las estepas de la Mancha.

Me preguntaba el artista, José María Córdoba, en la presentación de “La confesión nefanda del asesino improbable” si era posible, como yo había escrito en la novela, que un hombre matase a otro sólo porque hiciese calor y le remití a aquellas páginas de “La familia de Pascual Duarte” en los que Cela riza el rizo del rizo tremendista cuando describe cómo el desgraciado Pascual mata a su perrita Chispa de un escopetazo, después de concluir una jornada de caza, sólo porque se le ocurrió que el animal le dirigía una mirada escrutadora y fría, como si fuese a culparle de algo de un momento a otro.

Alucinación, que podría habérsele desarrollado, habida cuenta de que el mediodía del verano extremeño, tal y como lo describe Cela de modo gradual, puede hacer perder los nervios a cualquiera con el agravante de que el tal cualquiera tenga, en ese momento, una escopeta a mano. O un látigo, pues lo dicho le recordó a Córdoba como al pasar un arriero a lomos de su mula por un sendero en plena hora de calima, le dio dos latigazos a un tipo desconocido que pasaba por allí y quien se quedó perplejo mirando a su agresor que reemprendiendo con calma el camino, dijo por toda explicación:

-Eso es lo que hay.

Sirva todo este introito para agradecer los susodichos toldos en Feria, pedir más toldos aún al Ayuntamiento, más sombreros a la marca de vino Cartojal y más luces en general a los ciudadanos, porque si hay algo que, sumado al calor, saque un león del pecho del más prudente, ése es el vino y sus secuaces; que por algo las panteras están asociadas a Baco y sus Bacantes, y las Bacanales a crímenes horrendos.

Conclusión, que la hay. Disfrutemos de la Feria de Día con la cabeza cubierta y horaciana mediocridad en la bebida y, si no puede ser, gocemos mejor de noches como ésta, viernes de fuegos, que tiene el sello intacto de ilusión de todas las vísperas. Y, para mí, el recuerdo de aquellas otras noches de fuegos con los amigos en la terraza de Galerías Goya, donde el pintor Enrique Queipo tenía su estudio,  y el único acto violento memorable, si acaso, era que cayesen al suelo algunos vasos de sangría. Alegría, pues.

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