La edad del dolor

16 Jun

La edad no depende tanto del paso de los años como del momento del día. Creo que decía Manuel Alcántara que, al levantarse por la mañana tenía 20 años y, al acostarse, 120.

Digo que creo que dijo esta frase porque, si bien me parece habérsela leído, ahora no encuentro esa cita que, en todo caso, si no es suya, debería de serlo.

Es lo que hay, soy columnista y Alcántara me habla en sueños, como a Machado en sueños le hablaba Dios.

Cada día que pasa, recorremos todas las edades de la criatura humana, según el enigma

que propuso a Edipo la Esfinge. Inauguramos la primera claridad con la infancia intacta y al oscurecer ya necesitamos para llegar a la cama la ayuda del bastón.

Estreno cada amanecer como si fuese el primero con el mismo entusiasmo infantil, pero se me vienen ya un montón de décadas encima, después del desayuno, al leer las noticias. Las leo y no las oigo, porque cierto trauma me hace muy vulnerable al ruido.

De modo que prefiero la comunicación silenciosa de las letras sin la agresión de los decibelios ni aún de la electricidad; el texto en papel, que mitiga el efecto de los golpes que traiga la actualidad por su pacífica sustancia vegetal, que todavía permite ciertas libertades.

La lectura nos aguarda intacta sobre la mesa en el mismo reglón interrumpido si vamos un ratito al cuarto de baño o a la cocina a por más café, pero si la dejamos encendida en la pantalla, al regresar, nos podrán atacar por la retaguardia promociones de miles de productos; ofertas de viajes, tendencias de moda o bien, mensajes a los que es urgente responder. El papel es paciente, sumiso, la pantalla, sin embargo, nos impone sus propias reglas, tanto sea la de la tele como la del ordenador o la del móvil. Hay que reconocer que, antes de la era digital, nuestra vida era mucho más pausada y el mal de la ansiedad, mucho menos popular. Las ópticas tampoco eran un negocio tan rentable, pues, aviso a navegantes, Internet aumenta las dioptrías.

Desde que la lectura se trasladó del papel a otros soportes, hay muchos más niños con gafas y, en la juventud, han llegado a ser artículo de primera necesidad.

Generaciones gafadas sin el hábito del papel con una sobredosis de mensajes propicios al desaliento; “juventud sin futuro”, “la primera generación que vivirá peor que sus padres”, etc, etc…. Todo un alud de previsiones y diagnósticos fatalistas que conducen a la resignación y a las gafas; a la vejez prematura. Pues es el dolor, más que el paso de los años, el que lleva a la senectud irremediable.

Nunca fue tan viejo Antonio Machado como cuando, después de dejar muerta a su joven esposa en Soria, se trasladó a Baeza y escribió estos versos: “Por estos campos de la tierra mía/ bordados de olivares polvorientos/ voy caminando solo/ triste, cansado, pensativo y viejo/.

Si paladeamos la acumulación de adjetivos, nos encontraremos con el estado de la desolación completa; solo, triste, cansado, pensativo y viejo.

Es difícil encontrar en la literatura española otros versos que mejor expresen el dolor íntimo si no son los que escribió su propio hermano Manuel en uno de mis sonetos favoritos, “Ocaso”:

Para mi pobre cuerpo dolorido/ para mi triste alma lacerada/ para mi yerto corazón herido/ para mi amarga vida fatigada/ el mar amado, el mar apetecido/ el mar, el mar/ y no pensar en nada/

Versos que dibujan una tristeza lindante en la desesperación si pensamos que el mar, desde Jorge Manrique, es metáfora de la muerte.

Ahora que leo el ensayo de Antonio Abad; “Manuel y Antonio Machado; dos biografías paralelas”, vuelvo a pensar que una de las mayores crueldades de la Guerra Civil fue la de situar a hermanos, tan estrechamente ligados en lo esencial, en trincheras opuestas. Y no sólo lo digo por los Machado.

Leo noticias sobre la moción de censura y, del silencio del texto, salta el fragor de la artillería, la sangrante violencia del total enfrentamiento sin concesiones ni fisuras.

No nos merecemos esta angustia sin tregua, estos tiempos tan viejos por el dolor; esta larga espera hacia la luz que nos consume y no se parece en nada a la esperanza.

 

2 respuestas a «La edad del dolor»

  1. Antes aún se podía especular con la climatología y decir que, pese a todos los males que de ordinario nos acucian, al menos nos alegra la vida el sol de España. Ya no. Aquel solecito sencillo y amable, que atenuaba las penurias es, cada vez más, solanazo, que no llega a compensar los logros y, de resultas, se ponen las cabecitas…No entra dentro de otra lógica que no sea la española, si acaso la balcánica, el hecho de haber pasado ya ochenta años desde la confrontación civil y sigamos todavía al pie del cañón, ¿quién supera esto? Por hacer un paralelismo chusco, digno de cualquier diputado al uso, diría que España es como el olmo machadiano – fulminado por el rayo, seco y denegrido – a la que aún no le han brotado las esperadas hojas verdes. Y es que le ponen empeño al esperpento pandilleros versus matachines, estudiantes vs hidalgos, escriturarios vs escolásticos…Del ayer, que es todavía…
    Aquellos amigos, al decir de Petrarca, que a cambio de tantos favores no requieren otra cosa que un modesto cuarto, donde se hallen al abrigo del polvo, serán la mejor compañía hacia un incierto porvenir, pues entre ellos se encuentran los que calman los enojos con su buen humor, te llevan por sendas de flores, te halagan con esperanzas y también aquellos que endurecen el alma contra el sufrimiento. Más el resto. Hay que ir bien provisto y contar con ellos en cuanto la situación así lo requiera, pues son muy solidarios y para nada mercenarios…
    Cuando se buscaban nuevos caminos, al abrigo del movimiento hippie, surgió este canto a la esperanza en la isla de Wight:

    • Pero nosotros, Winspector, seguimos aferrados a la esperanza, aún a pesar de que tengamos que rescatarla del pasado para proyectarla en el futuro. Cuando uno es joven, siempre es joven, decía Picasso.
      Y el otro día cuando te vi apenas te pude reconocer por lo mucho que habías rejuvenecido. Ésa es la clave, la señal, la actitud.
      Se me parte el corazón, en cambio, cuando veo a tantos adolescentes envejecidos por la resignación y la falta de curiosidad ¿cómo convencerles de que puede haber un futuro y que está precisamente en sus manos?
      Tenemos que hacer algo o, más bien, tenemos que seguir haciendo algo, compañero.

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