El gallo de Eurovisión y el cacareo

19 May

Siento una gran admiración y un profundo respeto por las personas que son capaces de actuar ante un público inmenso o incluso reducido, lo hagan bien o mal.

Padezco, desde pequeña, de una timidez casi patológica y esa ha sido la razón por la que opté por la escritura. Escribir era mi única alternativa de comunicarme con los demás sin dar la cara y creía que este medio silencioso me iba a garantizar el anonimato.

Craso error, porque un escritor, tarde o temprano, termina siendo un personaje público y ante el público ha de manejarse en charlas o leyendo sus textos.

Recuerdo mis primeras lecturas en clase como una verdadera pesadilla. La profesora de literatura había descubierto mis poemas y se empeñaba en que los leyese en voz alta ante mis compañeras. Así que, a regañadientes, subía al estrado como quien se dirige al patíbulo.

Igual que Safo al contemplar a su bella alumna, todos los sentidos se me turbaban. La vista nublada apenas me permitía distinguir las letras de la cuartilla que sostenían mis manos temblorosas y, en pleno invierno, sudaba con la cara encendida hasta la raíz del pelo. En esta situación, sólo deseaba que cayese un rayo sobre mi cabeza y me fulminase al instante o que creciesen alas en mi espalda para salir volando hacia el rincón más recóndito y solitario del planeta.

Al final, no sé ni cómo, mi voz agitada lograba recitar los versos y mis compañeras, que eran muy indulgentes y bondadosas, me premiaban con un efusivo aplauso, ante la complacencia de la profesora, que creía haber descubierto en mí un verdadero talento que llegaría muy lejos. Yo esperaba, sin embargo, con todas mis fuerzas que aquello no sucediese nunca. Cómo iba a hacer en el futuro para enfrentarme a un público adulto, si ya en clase sufría de aquella manera.

A pesar del paso del tiempo, no he cambiado nada. Todavía padezco ese pánico escénico los días preliminares a la presentación de un libro o la participación en una charla, por no hablar de ese sentimiento de decepción, que se me impone después, al pensar si he hablado de más o de menos o, en resumen, no he dado la talla. O he salido mal en las fotos, que ésa es otra. A todos mis complejos he de sumar el complejo de fea.

Por eso admiro muchísimo a quien se desenvuelve en los medios con soltura y comprendo el miedo de quien ha de hacerlo. Esa debilidad de quien necesita tomar unas copas para poder subir al escenario y precisamente, por el efecto de las copas u otras sustancias, ni llega. Como el gran Camarón, como tantos otros; actores, actrices, estrellas del rock, más miedosos aún cuanto más famosos, al tener que cumplir las expectativas de su público fanático.

Como por razones personales, estoy un poquito en mi burbuja, no me enteré del Festival de Eurovisión; un evento que, de todos modos, dejé de seguir hace mucho tiempo, dado el bajo nivel que representa ya. Supe, no obstante, por esas noticias que te asaltan al entrar en Internet que habíamos quedado los últimos y me pareció un hecho divertido. Quedar el último en un festival así, tiene hasta su guasa, de modo que participé en ella sin mayores profundidades, hasta que supe que el motivo de aquella derrota había sido un gallo que le traicionó al intérprete en plena representación; un gallo que fue trending topic en las redes durante días para regocijo de unos y otros. Ahí me achiqué y empecé a solidarizarme con el cantante. Me preguntaba si toda aquella gente que tanto se reía, ese jurado implacable, sería capaz de afrontar una actuación ante millones de personas y aguantar esa presión sin cometer un fallo. Y me sentí muy avergonzada de haber participado en aquella broma colectiva.

Al fin y al cabo, es tendencia de la población pasiva; esa que nunca se moja, que nunca se expone, arremeter contra el que hace algo, contra el que sí se atreve a arriesgar.

Tal vez porque ya sé lo que significa arriesgarse, aunque sea un poquito, y exponerse a las opiniones ajenas, me hago cargo del valor que supone enfrentarse a la mirada de millones de personas a nivel mundial y en directo. Yo, personalmente, pienso en ello y me paralizo de terror. Ya no es sólo que te traicionen los nervios, cosa muy natural, en situación semejante, sino el simple hecho de asumir el reto y subirse a tamaña palestra. Hacerlo bien es cosa merecedora de todas las ovaciones, pero incluso hacerlo mal no carece de mérito.

No es fácil alegrarse del éxito de otros, sobre todo si son cercanos. Decía sin hipocresía Alejandro Sawa, “cuando un amigo mío triunfa, algo se muere dentro de mí”, sin embargo, todo Quisque se apunta a reírse de un fracaso. Ése es el castigo del que lo intenta y el consuelo del que nunca lo ha intentado.

4 respuestas a «El gallo de Eurovisión y el cacareo»

  1. La falta de complacencia
    al ver el éxito ajeno
    nos despierta y nos recuerda
    sobre todo por aquí
    cómo arraigó, con qué fuerza
    el pecado de Caín…
    Si al contrario, el cacareo
    deviene en fiesta lúdica
    de un canalla refranero
    que maneja hacha impúdica
    haciendo leña de un árbol
    caído de puro viejo…
    Y si se tercia de un gallo
    madrugador a destiempo
    que al final la conclusión
    es quedar como borregos
    despeñados en rodadero;
    y sin salirnos de España,
    como el Gallo de Morón
    que es gallina fracasada
    y es a la vez superada
    por aquella que cantó
    incluso después de asada
    según riojana tradición…
    Sírvale como lección
    a los que no se equivocan
    salvo cuando abren la boca
    y se ufanan a discreción

    He ahí su equivocación…

    • El gallo,
      ese ave de Aquelarre
      hizo el caldo espeso
      a las comadres,
      la noche se volvió bruja
      y tuvieron comodilla
      los marujos y marujas,
      que el errare es humano,
      trae un cacareo insano
      del corral,
      que nunca errará una nota
      porque no sabe cantar
      ni una mala chirigota
      sino solo criticar
      en los otros las derrotas,
      sin saber que el fracasado
      es aquel que nunca lo ha intentado
      ni jamás lo intentará

      • Pues rompamos una lanza
        por la gallina como tal
        que siendo ave de corral
        da una lección de esperanza
        al humano cacarear
        confiando en el mañana.
        El papel de los humanos
        cuando se cruzan de brazos
        semeja al de las ranas
        y ese continuo croar
        que no sirve para nada,
        dejando para muy luego
        el noble arte de crear
        según cuenta Samaniego:

        Desde su charco, una parlera rana
        oyó cacarear a una gallina.
        «¡Vaya! -le dijo-; no creyera, hermana,
        que fueras tan incómoda vecina.
        Y con toda esa bulla, ¿qué hay de nuevo?»
        «Nada, sino anunciar que pongo un huevo».

        «¿Un huevo sólo? ¡Y alborotas tanto!»
        «Un huevo sólo, sí, señora mía.
        ¿Te espantas de eso, cuando no me espanto
        de oírte cómo graznas noche y día?
        Yo, porque sirvo de algo, lo publico;
        tú, que de nada sirves, calla el pico»

        • Ranas,
          que en el eterno croar
          se complacen
          sin pensar en el mañana,
          mientras otros hacen
          y deshacen…
          Aplastan a quienes
          quieren levantar
          y es su lema
          criticar por criticar…

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