Sabor a Navidad

23 Dic

La Navidad ya no tiene el sabor de antes. Claro que no. Antes la Navidad sabía a almendra, a ajonjolí, a batatín confitado y manteca de cerdo. Ahora, sin embargo, sabe sólo a chocolate, porque a todos aquellos dulces tradicionales los bañan desde hace tiempo en chocolate y, al final, saben todos a lo mismo. Incluso los de las monjitas, que no nos los creemos del todo, pues a cómo se han puesto las cosas hoy día ¿es que todavía hay monjitas?  En la materia de los dulces, todo lo que no sea chocolate, es una cuestión de fe. Dicen que el sabor de una navidad nos conduce a todas las navidades anteriores, pero este chocolate de las navidades globalizadas nos deja flaco el recuerdo.

Ni siquiera Proust podría haber recuperado su infancia para buscar el tiempo perdido en tantos volúmenes si le hubiesen servido su célebre magdalena cubierta de chocolate.

Con suerte, si la abuela se encuentra bien y nos prepara un pavo relleno, recordaremos que mañana es Nochebuena, antes de llegar a los postres. Si no, compraremos unas bandejas de sushi y la noche será como una noche cualquiera, a no ser que en el especial de la tele salga Raphael y nos cante “El Tamborilero”, que es un clásico tan evocador como los auténticos alfajores de Antequera y la botellita de anís del mono. O esa gloria de aguardiente de Periana que tomaban los adultos para pasar los mantecados y les desarrugaba los rigores de la frente para ponerlos chistosos y hasta darle juego a la zambomba al calor de la chimenea.

Como los juguetes no llegaban hasta Reyes y Papa Nöel era todavía sólo un intruso extranjero, los niños nos conformábamos con darle jaleo a las panderetas y soplar como globos las vejigas de los cerdos que había sacrificado la matanza el día anterior.

Chillaban los pobres aterrados en el jardín antes de que los degollasen y los colgasen de la higuera abiertos en canal. Así que las mondongueras para consolarnos del trauma que era ver morir tan cruenta y trágicamente a un cerdo conocido, nos lavaban las vejigas para dárnoslas como divertimento.

Ahora, sin traumas, podemos comprar el animal ya guisado en un supermercado gourmet, ignorando su anterior identidad y los pormenores de su muerte.

Pero la Navidad viene cruenta en las noticias, siendo las víctimas humanas.

Un camión ha arrollado a los transeúntes en un mercadillo navideño en Berlín y en Ankara el embajador de Rusia ha sido asesinado por un policía turco de 22 años.

Vi la foto en la portada del periódico y creía que era un performance. El embajador yacía en una sala de exposiciones y muy cerca el asesino, daba la espalda al cadáver, con elegante traje de etiqueta y sonrisa elegante y triunfal. No os olvidéis de Alepo, dicen que exclamó, al empezar a disparar. Pero nos olvidamos de Alepo, porque lo que ocurre en Alepo no será imagen de nuestros christmas de Navidad. Nos olvidamos de que pasan cosas terribles en el resto del mundo, porque todo eso cae lejos y lo dejamos en manos de quienes nunca lo remedian. Y, después de todo, en nuestro pequeño círculo pueden llegar alegrías, que es de lo que se trata. Las fiestas traerán trabajos eventuales, bien está. Así que las primas envolverán los paquetes de regalo en grandes almacenes y los primos servirán bebidas en los bares. Tantas horas que a las comidas familiares que puedan asistir, llegarán exhaustos y, cuando la sidra descorche, dormirán sobre el mantel. En todo caso, hay que aprovechar esta racha. El resto del año habrá que tirar de las pensiones de los abuelos y esperar que los gobiernos sean misericordiosos con ellas.

La edad mediana lo tiene más crudo ¿qué buena estrella les traerá trabajo a los parados de más de 40 años? ellos, por si no, gastan el total de su subsidio en décimos de lotería, que no se diga, que al menos no se ha intentado.

Como, normalmente, es que no, llegarán a la cena con rictus de desengaño o se quedarán en el camino, ahogando la amargura en alguna barra de solitarios. Ya no es una novedad que papá no venga y que la mamá también esta noche se quede a cuidar a la señora anciana como un fin de semana cualquiera. Hace tiempo que están separados y hacen cada cual vida por su cuenta.

Los niños cenarán, como siempre, con la abuela viuda.

Ha sacado fuerzas de la flaqueza dolorosa de sus huesos y, con el andador, se fue esta mañana a comprar un pollo. Pavo no, que está carísimo.

Hablan poco en la mesa los nietos, más pendientes del móvil que del pollo. Ella no les pregunta por las notas, para qué llevarse otro disgusto. De todos modos, con título o sin él, igual se tendrán que ir muy lejos a buscarse la vida. Como hicieron su padre y su madre.

Ni el pollo ni los dulces saben como antes, pero esta Navidad le devuelve intactos los recuerdos de aquellos tiempos difíciles de su pasado ¿será posible que pasen tantos años, para que tenga que pasar lo mismo?

-¿Nos hacemos un selfie, abuela?- propone Sergio.

Y la cámara guiña a la cara de los tres. La abuela, en medio, abrazando fuertemente los hombros de sus nietos, como pidiéndole con ese gesto de protección alguna piedad al futuro.

 

Una respuesta a «Sabor a Navidad»

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