El diario de Marlene

2 Jul

No creo que Marlene haya cambiado mucho en estos años. Tenía uno de esos rostros insípidos que el paso del tiempo deja anclados en una edad indefinida; una cara común, cuya falta de gracia no remediaban ni su pelo rubio ni sus ojos azules, rasgos de exotismo en este país. Sus facciones no especialmente bellas ni feas, en fin, definían esa cara por su propia carencia de definición; uno de esos rostros que pueden confundirse con otros muchos, homogeneizados en el anonimato de las masas, susceptibles al olvido de cualquiera en cuanto se pierden de vista. La mediocridad de sus rasgos era, como suele ocurrir, una extensión de la mediocridad de su espíritu; una avocación a la grisura que, por otra parte, llevaba fatal, afeándole la piel, de un blanco translucido, con sarpullidos nerviosos de granos engordados de pus que en sus continuas crisis de ansiedad reventaba con las uñas, movida por cierto y determinado afán de auto-aniquilación y bien alimentada por sus banquetes solitarios y suicidas a base de pringosas barritas de chocolate. La soledad y el chocolate eran dos constantes en la conducta de mi amiga Marlene, que no tolerándose a sí misma, difícilmente podía tolerar a otros. Digo Marlene y digo amiga, aunque, en realidad, no era ni una cosa ni la otra. El azar, simplemente, nos llevó a compartir casa en un pueblo pesquero fronterizo a Portugal donde ambas habíamos sido destinadas por motivos de trabajo. Yo, por mis caprichosas ensoñaciones novelescas, había elegido como domicilio un piso decimonónico con techos altísimos y lámparas de araña, que, alquilado a una de las familias más rancias y adineradas del lugar, costaba un Potosí, y, Marlene fue la única que aceptó aquella iniciativa estrambótica frente a mis otros posibles inquilinos, que consideraban aquella elección como un derroche del todo innecesario. Pero a Marlene como, en principio, todas mis ideas, la mansión le pareció maravillosa y, más aún, la perspectiva de compartirla conmigo, quien, decidió enseguida que era “su alma gemela”. Durante las primeras semanas, me seguía a todas partes; aún recuerdo aquella luz que en el fondo de sus desteñidas pupilas azules la hacía parecer hasta bonita, mientras seguía mi charla muy atenta y callada. No sé cuándo ni por qué empezó a odiarme, sólo que aquel infierno duró casi todo el año que ocupó nuestra convivencia. Yo estaba pasando una racha de euforia social y llegaba muy tarde de mis juergas nocturnas, aunque, por tarde que llegase, siempre estaba ella esperándome en el sofá, fingiendo un sueño del que se desvelaba enseguida al escuchar la llave para echarme una tremenda resplandina como de madre enojada. Procuré integrarla en mis círculos de amigos, pero a Marlene, el resto de la humanidad parecía resultarle absurdo, ridículo y aburrido. En los ratos de ocio, prefería sentarse casi en la completa oscuridad a pintar piedras y conchitas que cogía de la playa con una dedicación absorta e infantil que no daba margen alguno a la conversación. Toda vez que intentaba recuperar su amistad con alguna charla, no encontraba, por su parte, sino sarcasmos y laceraciones entre dientes. Estaba claro que la había ofendido, pero no tenía ni idea de cómo ni por qué; sin comerlo ni beberlo, había despertado en ella un odio tan ilimitado como su admiración inicial que, día a día, obraba triquiñuelas de maldad. Dejarse preparar la comida para dejarla plantada sobre la mesa alegando una repentina falta de apetito, cambiar de lugar mis objetos personales o simplemente sustraerlos, poner la música a todo volumen si sabía que al día siguiente tenía que madrugar e incluso llenar mis sábanas de hormigas. En aquel contexto, mansión añosa y compañera de bucles rubios, infantilizada y diabólica, llegué a sentirme como Joan Crawford en “¿Qué fue de Baby Jane?”. Aquella compañera mía me había llegado a odiar tan intensamente, que se diría que ocultaba cierta oscura pasión. El sadismo no es sino otro modo de amor inconfensable; nadie se toma tanto trabajo por fastidiar a quien le es del todo indiferente. Vivíamos en un infierno compartido que ninguna, sin embargo, se decidía a abandonar. Nuestra dependencia era mutua; ella me necesitaba como objetivo del aguijón de sus frustraciones y yo me había enganchado a la lectura de su diario. Entre sus ocupaciones infantiles, Marlene tenía un diario que cumplimentaba cada noche con eficacia notarial. Cierto día, buscando una compresa en su armario, me encontré dicho diario debajo de sus bragas. Hasta ese momento, sólo había anotado sus monótonas ocupaciones rutinarias, pero, a partir de ahí, el diario se llenó de aventuras formidables donde Marlene era una mujer de mundo con intensa vida social y tremenda legión de admiradores. Yo sabía que todo aquello era mentira porque Marlene casi nunca salía de casa, pero aún así, en su ausencia, me lanzaba sobre aquel diario con furor adictivo. La última venganza de Marlene fue cambiar su diario de lugar; aquel día, abandoné nuestra casa para siempre.
El tiempo me ha devuelto a Marlene en forma de esquela; no recuerdo su cara tan común entre tantas iguales, pero sí añoro la lectura de aquellos diarios tan extraordinarios como imprescindibles, cuya continuación hubiera deseado que me dejase en testamento -aunque posiblemente dejó de escribirlos el mismo día que me marché-. A su modo mezquino, vengativo y oscuro, Marlene fue, sin duda, una de las personas que más me amó. Nadie elige por quién ni cómo ser amado. Si Dios existe, que la perdone.

P.D: A partir del domingo, abrimos nuestro nuevo inventario “de días insípidos”. Habra entrada libre y aforo ilimitado, galardones, beneplácitos y todo lujo de emociones, sean o no contradictorias. Esperamos, confirmes asistencia a tan magnífico evento. Buen fin de semana y besos a todos.

9 respuestas a «El diario de Marlene»

  1. Posiblemente, la envidia es la otra cara del amor. De un amor cutre y miserable que destruye e incluso mata. Sigue asi, Lola, estas despegando hacia la gran literatura. Animo!!!!

  2. Eso es lo bueno de ser escritor, que uno puede matar a quien le fastidia -o fastidió- pero yo sé que Marlene -por supuesto, no se llama así- sigue vivita y coleando, quizá tenga que decir algo al respecto.

  3. No soy Marlene, pero la he conocido. No se puede decir que sea la mejor persona del mundo, algo bicho sí que es, pero, algunas veces hay que entender que no se puede estar cada día dando la talla. Es bastante frustrante convivir con gente que pide siempre el máximo de la perfección y esta Lola creo que va de divina. Baja la mirada, criatura, y comprende del barro que estamos hechos los humanos.

  4. Mira, Lucia, yo no se si, ni creo, que Lola vaya de divina, la que va de farol eres tu. Supongo que lo escrito no es sino una fabula moral o un mero ejercicio literario. A no ser, que tu tengas mas datos que la simple calumnia infundada…la rivalidad entre mujeres no conoce limites, colega. Mejor, hablamos de futbol.

  5. Explicar un relato es como explicar un chiste, con demasiados datos, se pierde la gracia. Pero, por aclarar un poco, sólo un poco, esta historia carece de sexo explícito. El implícito se obvia, qué hay mas morboso que los sótanos del subconciente. No quiero pensar que Marlene murió de odio -sería terrible- sino, más bien, de amor o de incapacidad de amor porque, es evidente, que, como muchos, no sabía amar y eso es una tragedia fatal. La protagonista de la historia, sin embargo, no se salva de su dosis de ignorancia. Pues, si hay posible moraleja en todo esto, es lo poco que llegamos a conocernos las personas, aún viviendo en la más estrecha intimidad. No he aprovechado para hacer un homenaje al lesbianismo en el día del orgullo gay, sino para lamentar la ceguera con la que nos manejamos en las relaciones personales. De todos modos, el final de cada historia es tan diverso como la personal perspectiva de cada lector. Cualquier texto, por nimio que sea, no concluye hasta que cada lector lo interpreta ¿o no?

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