Quédate con mi cara

20 Ago

Isabelle Dinoire tras su trasplante de cara
Isabelle Dinoire tras su trasplante de cara

Creo en la resurrección, sobre todo de la carne. En cuanto muera, esperemos que un día aún remoto, me reencarnaré a pedazos por doquier, cubriendo así las goteras de varios seres humanos. Mis ojos, por ejemplo, volverán a abrirse bajo las cejas de un señor de Albacete, mis riñones quedarán albergados en los cuerpos de dos gemelas de Segovia, otro poner, y mi corazón volverá a latir en el pecho de un niño, de una niña; está visto que para adulto no sirve. Y así sucesivamente. Tengo apalabrados cada uno de mis restos mortales, según esa costumbre que a los que fuimos estudiantes, digamos algo irregulares, nos volvía fervorosos de las promesas cuando a un día del examen se caía en la cuenta de haber empleado las noches de codos en noches de farra, lo cual sucedía bastante a menudo en la ciudad donde cursé mis estudios, pues los últimos parciales coincidían con la feria; opción siempre preferible al flexo cuando uno-a se encuentra en pleno vigor de sus años juveniles y decide, en consecuencia, como Wilde, que lo mejor para librarse de una tentación es ceder a ella. De modo que, llegada la noche anterior al día del examen, en esa hora del llanto y el crujir de dientes con el sentimiento contrito del pecador que ha pecado mucho de malas obras y, en especial, de omisión, uno-a hojeaba el taco de folios apenas sin subrayar y, en medio de grandes golpes de pecho, se agarraba a la esperanza de un milagro de última hora. Y así se hacía creyente y donante, encomendándose a una divinidad abstracta, cual hacen los ateos en momentos desesperados, con la que negociar en acto solemne las propias entretelas. Promesas que pasaron primero por donar los ojos y, pues como más o menos la cosa funcionaba, paulatinamente todo lo demás. Me faltó dar la cara no por otra razón sino la de que tales trasplantes en mis tiempos de estudiante tunante-y donante- no habían evolucionado hasta ese punto, pero, a esta fecha de la ciencia, estoy dispuesta a donarla a su vez, ya sea en prenda por obtener otro milagro o por el tranquillo que se le va cogiendo a eso de repartirse en fiambreras como esos nobles animales de los que todo se puede aprovechar. Lo que se vayan a comer los gusanos, que lo disfruten los cristianos, que se suele decir. Así pues y, visto lo ligerísima de equipaje, que voy a partir para el último viaje, una vez que las sociedades de donantes vengan a retirar mis apalabrados restos, decido tirar de una vez toda la casa por la ventana y que se queden también con mi cara. Si bien es una cara de la que esta propietaria nunca se ha sentido demasiado satisfecha ni en el sentido cualitativo, sobre todo ante el espejo del lavabo a primera hora de la mañana o en las odiosas fotos del carné –cualquier carné- ni en el sentido cuantitativo. Llegados a cierto punto de la trayectoria biográfica, cualquiera descubre que, de haber tenido más cara, las cosas le habrían ido infinitamente mejor. Tener mucha cara es la clave del éxito en la ejecución de cualquier empresa, ya sea privada y, más aún, pública o aledaña. Si la cosa va de asesorías inmobiliarias y ayuntamientos corruptos y el interfecto se llama Roca, uno puede llegar a tener la cara de cemento y hacerse de oro una larga temporada de su vida antes de que lo pillen-o no- in fraganti las autoridades judiciales y lo metan en una confortable cárcel –con televisión, piscina, gimnasio y jacuzzi- a pasar plácidamente los postreros años de su jubilación. En el mundillo de la política y el pseudo-arte, España puede contar con potenciales y excelentes donantes de cara. Algunos tienen tanta que se la pisan. No así podría decirse de los donantes de hígado, si uno tiene en cuenta las declaraciones de ciertos descamisados en nuestro presente ferial. Así afirman algunos de ellos con varias botellas de ron entre manos, según leo en este diario, “cuando terminemos con esto, iremos a los bares del centro a seguir bebiendo”. Ahí está, para que luego digan que los jóvenes de hoy carecen de proyectos e iniciativa. Por no hablar del sentido del ahorro en tiempos de crisis: “Por los siete euros que te cuesta la copa en un bar, en el botellón me tomó seis”. Pero no todo es vicio en este país; la Ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez, afirma que pronto no podrá fumarse en los bares. Tampoco se beberá, tal y como están los precios. Lo más seguro es que se acabe por beber y fumar en la calle. Un espacio más ácrata que público, por lo que tiene de que cada cual hace lo que le da la gana sin que haya autoridad con bemoles para impedirlo demasiado. “Prohibido prohibir”, que se dice.Que siga la fiesta, pero que nadie se haga, por ahora, donante de hígado o de pulmones.

 

 

 

 

 

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