Infancias robadas

23 Jul
Marisol
Marisol

Cualquier niño debería vivir su infancia como un niño cualquiera. Una infancia ordinaria es ya de por sí extraordinaria por lo que supone estrenar el mundo; asombrarse, sorprenderse, maravillarse con cada pequeño detalle del entorno, mágico para quien aún le queda todo por descubrir. Ante la insaciable curiosidad del niño, cada pedazo de la realidad es ya un milagro; las caprichosas formas de las nubes, la superficie inmensa del mar y el movimiento de las olas, el sol que nace y muere cada jornada tras las montañas y la luna que crece y decrece en el oscuro firmamento en el lento transcurrir de esos días despaciosos de la infancia cuando el tiempo aún tiene un paso lento y moroso y se puede derrochar a manos llenas como un caudal inagotable. Los amigos, los juegos, el paseo, el sabor de las golosinas, los padres, los primos y las historias de los abuelos; todo ese pequeño universo, y, sin embargo, infinito en los primeros años de vida, que conforma una infancia normal es suficiente para que cualquier humano primerizo haga de esa edad su paraíso. El derecho a una infancia común debería ser un privilegio común a todos los mortales; sin excesivos lujos ni pobrezas extremas que alteren la armonía de esos años destinados a la felicidad, pues de igual modo tanto al niño paupérrimo  como a aquel, ahogado en la superabundancia, la infancia lejos del paraíso se le trastoca en un  infierno donde envejece de modo prematuro. El hambre, las epidemias, las penurias económicas roban infancias en el tercer mundo desde donde nos llegan remotos reportajes de criaturas, devoradas por las moscas, de rostro enjuto como ancianos que nacen ya a la agonía o al duro trabajo de adulto para subsistir. Desgraciados ellos, pero también aquellos que, por oprobio del desigual y execrable reparto de la riqueza, satisfechos más allá de su último capricho, atiborrados de cada nueva invención de la industria del consumo infantil, crecen en el hastío sin la posibilidad de desear algo más, motor auténtico de la felicidad humana, y ya como adultos frustrados e insatisfechos planean suicidios masivos en internet –qué puede ofrecerles más la vida- o se refugian de la tediosa realidad, acogiéndose a paraísos artificiales. Y, así, en tiempo récord pasan de las chuches a las drogas, el alcohol y, en suma, el desengaño. El exceso de bienestar produce malestar y la superprotección de los padres y las leyes, pequeños monstruos amorales y rebeldes; menores capaces de delitos mayores por rizar la provocación contra un sistema que desprecian por demasiado blando y en el que, contra todo pronóstico de las utopías pedagógicas, echan de menos la mano dura del padre y de las autoridades públicas, emulando conductas neo-fascistas que les devuelvan alguna idea de orden y jerarquía. Y, tomando como referente ese férreo y dudoso ideal de justicia por su mano, arremeten contra esa lacra despreciable que representan los débiles ante su visión trastocada de la realidad; inmigrantes de todas las etnias, mendigos, prostitutas, pedagogos permisivos, padres complacientes y desautorizados y, como en los tiempos del mayor fanatismo hitleriano, deficientes mentales. Arropados por toda una filosofía de la fuerza bruta, los menores de Isla Cristina violan a una disminuida psíquica con toda frialdad, sin remordimiento alguno y con impunidad absoluta. Dura lex, sed lex, la Ley de Protección del Menor protege con su cruel paradoja a los menores agresores y a las víctimas, no menos menores, las desarropa sin siquiera dar opción a una venganza póstuma que dignifique la memoria de sus inmerecidos agravios. Los menores violentos ganan la partida contra los menores violados, como en el caso abierto de Marta del Castillo o en el más reciente de Baena. Tampoco parece que, desde el forzado suicidio de Jokin, la Justicia se haya movido un ápice por proteger a las cada vez más numerosas víctimas del acoso escolar. Tantos siglos de sofisticación legal, de bolillos burocráticos sirven para que, al final, predomine la ley del más fuerte; la ley de la selva.

Cualquier niño debería vivir la infancia de un niño cualquiera, vivirla plenamente sin demasiado lujo ni excesiva pobreza, sin que los trabajos, ni los placeres ni los vicios del adulto contaminen los primeros años de su vida. Es su derecho, pero también su deber, y el de la sociedad, sin embargo, poner un límite de edad a esas infancias que, por interminables, terminan siendo peligrosas. De niños eternos, aferrados al paraíso de la infancia más allá de su fronteras, está lleno el bestiario de nuestra filmografía y la biografía de nuestras celebridades. El mejor icono lo puso Bette Davis en “¿Qué fue de Baby Jane”?, aquella cincuentona, antaño niña prodigio, tocada de tirabuzones y vestida de mangas de globo a lo Shirley Temple que atormentaba a su inválida hermana con sus travesuras diabólicas. En versión más autóctona y del otro lado ya de la pantalla, nuestro Joselito, “El pequeño ruiseñor”, enanizado, proxeneta y drogadicto a la postre, otro despojo de la infancia irregular de pavorosas secuelas como los casos también trágicos de los protagonistas de E.T. y el niño de “Solo en casa”. El derecho a ser un niño común para llegar a ser un adulto sano debería ser un privilegio común a todos los mortales. Lo saben las personas prudentes como nuestra Pepa Flores aún perseguida por la fama de la super-explotada niña Marisol de la que, inútilmente huye desde hace décadas. A Pepa Flores, como a Michael Jackson, le robaron la infancia. Ésta renunció a ella por recluirse en un casi imposible anonimato, aquel quiso recuperarla mucho más allá de las leyes de la Naturaleza. Ni el bisturí, ni todo el dinero del mundo, ni las leyes arbitrarias impiden que quienes pretendan ser niños eternos, acaben siendo monstruos. Una infancia feliz no tiene precio. Ni regreso.

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