Malos de diseño

16 Jul
Osama Bin Laden
Osama Bin Laden

La política internacional se va pareciendo demasiado al montaje de una mala película americana –válgame la redundancia implícita-. Todo se basa en que hay un bueno y un malo y que cada uno, en el simplismo del planteamiento, lo es hasta la saciedad sin mayor posibilidad de la mínima doblez y fisura que haga pensar algo al espectador, actividad bastante en desuso desde hace tiempo. A este propósito, el bueno se llama Obama y el malo se llama Osama para que el público de la mala política, el mismo que de las malas películas, no tenga que esforzar más de lo preciso su abotargada memoria –esfuerzos intelectuales los mínimos, que no se llevan, caray-. Al malo no se le intuye, se le nota que es malo nada más con mirarlo. Todo malo de la peor filmografía americana, consabida y abundante, tiene algún rasgo que lo afee para que quede patente su maldad al ojo perezoso del respetable de la sala comercial. Un parche en el ojo, alguna verruga, la piel purulenta estilo cráter, dientes negros o ciertas ortopedias en alguna de sus extremidades. La maldad de Osama, por su parte- o la de quien tenga a bien o mal caracterizarle- reside en su luenga barba de chivo- expiatorio-. Sin la barba diabólica, Osama podría parecer un buen hombre, con sus ojos mansos de ciudadano común tirando a sumiso y obediente. Que puede hasta que lo sea, en tanto lo llaman para salir en la nueva grabación donde, armado de la barba insurrecta, despotrique a base de improperios en árabe – la fonética de este idioma suena más a amenaza aterradora por su abundancia de aspiraciones- contra la armonía del orden mundial, capitaneada por el bueno de Obama. Bueno ya, a simple vista, por la cara bien afeitada y la caída de ese traje impecable que le sienta de perlas –en este mundo de vanas apariencias la bondad, y capacidad de un político no se mide tanto por su discurso, a quién le interesa cualquier sesuda oratoria hoy en día, como su buena planta para lucir el traje-. El arte de colocar sobre una buena percha la americana o elegir bien el color de la corbata da mejor resultado en las urnas que todas las estrategias añejas del tal Demóstenes. De esto sabía un rato Francisco Camps antes de que su caso tan común, tridimensionado por las justicieras instituciones gubernamentales y los medios fautores, lo llamasen caso Gürtel y llenasen con él primeras planas de diarios y telediarios. El traje no hará al monje, pero al político hace bastante rato que sí. Un Obama contrahecho con camisa marrullera y jersey de pelotillas o luciendo taparrabos a lo Batusi nunca le habría ganado la partida a Hillary Clinton ni sería ese héroe del que se congracia y enorgullece la primera línea de la política occidental. Frente a él, Osama –Bin Laden- con su turbante, su chilaba raída y sus barbas desaseadas, no puede ser sino el malo de la política, de la película, que nos echan en la tele de vez en cuando para fomentarnos en las entretelas el odio anti-islamista. Precisamente, justo antes de que se decida un nuevo ataque de los EE.UU. contra algún país de raigambre musulmana; ya sea Irak, Afganistán o Irán. Entonces justo aparece el malo desde la remota e intangible dimensión de la maldad, como en los deplorables y abundantes engendros cinematográficos de ciencia ficción de cuño yanqui y nefasta dirección del tipo Ed Wood. Con sus barbas tan postizas como si lo fueran, enlatado en una grabación siempre “de dudosa autenticidad”, bien cutre y casera el, por lo general, invisible Osama -¿quién lo ha visto y quién lo ve?- vuelve ante el ojo público para encarnar el papel del hombre más malvado del planeta como un objetivo contra el que disparar todo el odio humano. Siempre tranquiliza y simplifica que el origen de todos los males mundiales se resuma en una sola persona; se la busca, se la halla, se la aniquila y santas pascuas, pero ¿dónde? ¿Dónde cuernos está esa persona tan temible capaz de burlar por tanto tiempo a los servicios de inteligencia americanos? O bien, dichos servicios carecen de la inteligencia de que presumen o el tal Bin Laden no es más que “un actor mediocre, en medio del ruido y la furia, que se agita y mueve las alas en el escenario y del que nunca vuelve a saberse nada” (Macbeth, Acto V, escena V.) Un pobre hombre que no sabe interpretar más que un personaje y al que cierta compañía cinematográfica llama de vez en cuando para que represente el mismo papel, con sus barbas postizas de carnaval y sus rugidos de monstruo de serie B. Mientras tanto, se le va manteniendo en plan pensión vitalicia en algún lugar subterráneo del mundo donde pueda vivir lo suficiente a objeto de cumplir su función cuando haga falta. Para que exista el bueno, ha de existir el malo. Cómo justificar, si no, el oportuno toque de corneta del Séptimo de Caballería y nuestra emoción cuando, en defensa propia –y nuestra-, de la libertad, de los valores democráticos, del ecuánime orden occidental, de la liberación de la oprimida mujer islámica, por querer la paz los buenos-los nuestros- preparan la guerra. Y, pues el fin justifica los medios, arrasan los países a liberar no dejando a su paso títere con cabeza; militares y civiles, hombres, mujeres y niños. “La vida es como el argumento de una mala película”. Y de eso saben un rato nuestros amigos americanos.

2 respuestas a «Malos de diseño»

  1. ¿Existe la envidia sana o la envidia a secas?¿pódría reciclarse en algunos casos jóvenes?¿Daría para un ártículo o quizá para más?Ya metidos en harina de maldades ¿HAY ALGUIEN QUE NO LO SEA,ENVIDIOSO, O hay DISTINTOS GRADOS?
    HABRÍA QUE DEJARLO PARA SEPTIEMBRE ¡UFF, QUÉ CALOR¡

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