La antigua finca de Cabello y una pintada de posguerra

10 Oct

Pese a la caída de un ficus el verano pasado los jardines dedicados al pintor Francisco Torres Matas, junto al Atabal, son dignos de pasearse.

En los años 50, entre el Camino de Antequera y la ascensión al Puerto de la Torre se desplegaba el puro campo. La fábrica de ladrillos de Santa Inés estaba a pleno rendimiento y en las proximidades del Cerro de la Tortuga se levantaba un edificio, ¿el germen de la residencia militar Castañón de Mena entonces un polvorín?, curiosamente, tenía el mismo volumen y orientación que uno de los bloques actuales, muy posteriores.

Por supuesto, ni el barrio de Hacienda Cabello ni las instalaciones de Emasa en El Atabal, ni siquiera la Universidad Laboral se podían ni imaginar en ese mar de olivos, un campo que hasta antes de ayer ha estado muy presente y que las obras de una gran urbanización que se realizan en nuestros días pronto harán que sea un recuerdo.

Lo que sí estaba por esos años era la bonita finca cuyos árboles darían empaque a un parque inaugurado en 2010 y que, como ocurre con los Jardines de Picasso o los del cerro de El Cónsul, aprovechan la zona verde original de una antigua vivienda. La casa era la principal de la finca Cabello, donde vivían los propietarios y como curiosidad, una vez abandonada fue ocupada en los años 70 por una comuna hippie.

A final del siglo pasado sólo quedaba el cascarón de la gran vivienda al pie del Camino de Antequera.

El parque resultante, dedicado al pintor y académico de San Telmo Francisco Torres Matas, que falleció de una larga enfermedad ese mismo año, dio en el verano del año pasado un gran susto cuando se desplomó un ficus. La suerte fue que no pasaba nadie en ese momento y que no se cayó con todo el equipo hacia la avenida Lope de Vega.

Accidentes arbóreos aparte, a un servidor le atrae mucho esta zona verde que parece una versión reducida de los mencionados Jardines de Picasso -los antiguos Jardines de la Aurora- con la ventaja de que este rincón vecino del Atabal ya no tiene que soportar el solar adyacente repleto de bolsas de escombros y otras deposiciones.

Pese a la pérdida del ejemplar, el parque continúa teniendo su encanto porque quedan otros en pie y, confiemos, con más capacidad de aguante; algunos de ellos, con tupidas enredaderas subiendo a las alturas mientras en la tierra evolucionan las costillas de Adán; por su parte las grevilleas (árboles de fuego) y ficus supervivientes siguen aspirando a lo más alto.

En una de las paredes limítrofes del parque, por cierto, subsiste una pintada montaraz de gran valor para los antropólogos pese a su carga insultante, pues lo que transmite nos retrotrae a la posguerra española, esos tiempos en los que triunfaba una canción tan cruel como Picadita de viruela. La pintada muestra el dibujo de una cara tristona con cuatro pelos y a continuación la siguiente leyenda: «4 pelos» seguida de una flecha y la palabra «tizica», sin acento y con zeta. Tremendo.

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