Lo mejor del mundo, pero no a pies juntillas

16 Jun

Durante siglos los malagueños han tenido una visión realista y a veces implacable de su ciudad, algo que en esos veinte años ha empezado a cambiar de forma radical.

Recalcaba hace tiempo el actual ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, que la vida es puro azar, y que si sigue vivito y coleando es porque, durante unos ejercicios en la mili en Aviación, cogió el paracaídas de la derecha, y no el de la izquierda, que fue el que le falló a un compañero que ya no vivió para contarlo.

También el nacer en un sitio u otro del globo es pura casualidad y no un designio de nada. Por eso, como recalca Fernando Savater, una cosa es pensar que tu tierra es la mejor del mundo, dicho en plan coloquial y cariñoso, lo que despierta hasta cierta simpatía, y otra creértelo a pies juntillas y convertirte en un nacionalista furibundo.

En Málaga, los niveles de orgullo local nunca han llegado a límites de chovinismo rancio, ni mucho menos de supremacismo como entre algunas tribus identitarias del norte de España; es más, durante muchos años bastantes malagueños han contemplado su ciudad como a un pariente con una enfermedad crónica.

La mirada a la Ciudad del Paraíso ha sido de lástima en bastantes ocasiones y uno de los símbolos que lo justificaban era esa Casa de la Cultura asentada con toda chulería sobre el doliente Teatro Romano.

Derribado el templo del saber, mucho quedaba por hacer en una ciudad con una planificación urbanística próxima a las aglomeraciones del Tercer Mundo. Para colmo, a finales del siglo XVIII había demolido sus murallas con el fin de crecer, para levantar dos siglos más tarde el murallón de viviendas de La Malagueta, entre otras lindezas.

Así pues, conmiseración por una ciudad que no había sabido crecer de forma armoniosa y cuyos visitantes sólo la pisaban como punto de salida hacia Marbella, Nerja, Ronda, Sevilla, Córdoba o Granada. Con este panorama, el criadero de chovinistas ha sido casi simbólico y los que han ejercido de tales, figuras tan pintorescas como Manolo el del Bombo.

En Málaga hemos sido realistas con un punto extra de severidad; algo excesivo pero que como elemento positivo nos ha evitado el bochorno de mirar al vecino por encima del hombro.

La situación empezó a cambiar algo en los 60, pero ha cambiado tanto en este arranque del XXI, que la semana pasada un taxista de Torremolinos lo resumía de esta manera: «Antes, cuando uno proponía a los amigos el ir a Málaga te respondían: ¿Para qué, si allí te van a robar la cartera? Ahora, todo el mundo quiere ir».

A lo largo de estos veinte años, los malagueños han descubierto de lleno el orgullo local tras siglos con una mirada realista y a veces, implacable. Ese realismo, intuye el firmante, impide a muchos caer en excesos chovinistas e identitarios y así plantearse cuestiones como qué hacer para no convertir el Centro en un parque temático sin vecinos.

Málaga ya puede aspirar a ser lo mejor del mundo, pero en el mismo tono de quien dice que su madre es la que mejor hace las empanadillas del globo. Sin estridencias supremacistas.

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