Simios superiores

18 Feb

A pesar de que mi querida Virginia, después de trabajar junto a mí varios años, me califique como un tipo intolerante, de esos que nunca aceptan que alguien les lleve la contraria y de los que consideran su razonamiento como el único certero, no soy así. Perdónenme esta falta de recato, tan impropia de mí, me considero una de las personas más comprensivas, dialogantes y abiertas de mente que conozco. Tal vez, mi carácter algo colérico y apasionado contribuya a expandir una imagen mía distorsionada ante ojos ajenos; puede que de ahí proceda ese error tan extendido entre un buen número de allegados que sólo contempla la superficie de mis gestos. Por ejemplo, en alguna que otra reunión de vecinos, donde se estaban discutiendo medidas que yo consideraba claramente lesivas para los intereses comunes, cuando algún propietario hacía uso de su turno de palabra, yo imitaba el grito del mono aullador americano en celo, una acción pacífica y proporcionada. Con ella no brotó más sangre que la promovida en la puerta del local por la insistencia de quienes me faltaron al respeto y pretendieron reconvenir un comportamiento tan civilizado. Me resultan insoportables estas gentes que quieren convencerte mediante argumentos repetitivos y curvas de entonación pausadas; invocan al gorila que llevo dentro como los tambores a King Kong. Mi vecindario ya ha aprendido a acudir a las reuniones provisto de plátanos, y agradezco su efecto calmante. No pienso renunciar a mis ideales, ni a mis objetivos como muestra inequívoca de tolerancia. A veces no me dejan otra salida que esas pequeñas demostraciones de caos. Pero vivimos en una sociedad que valora las formas sobre los fondos y, además, no me escucha por más que sepa en su fuero interno que siempre, bueno, diré casi siempre, estoy en posesión de una verdad tan incontestable que sólo acepta matices, igual que quien acoge esas presuntas galletas de chocolate rellenas con menta ofrecidas al invitado, esto es, por no hacer un feo, aun difícil de tragar.

No siempre manifiesto apariencias tan enardecidas. En ocasiones, exhibo un incontestable aplomo ante charlas en las que los demás vierten sandeces. Adopto una postura relajada, con las piernas abiertas y me rasco la barriga como he visto que hacen los chimpancés en los documentales sobre naturaleza salvaje. En cierta ocasión me encontraba tan aburrido que comencé a buscarle piojos a la amiga sentada junto a mí. Se exaltó. Sus conocimientos del mundo natural no alcanzaban los míos. Una vez que ya noto a los presentes incómodos y, cuando el camarero me ha invitado a irme varias veces, saco mi artillería dialéctica. Acuso a mis contertulios de estar inmersos en el pensamiento único, víctimas de una forma de ver las cosas que no coincide con la mía. Suelto un par de billetes sobre la mesa y me marcho. Tras de mí queda un tsunami mental que, estoy seguro, revuelve sus conciencias frente a un argumento tan imposible de rebatir. También reconozco que las discusiones se me van de las manos a veces y pillan cauces inesperados, incluso sanguinos como ya confesé. No estoy orgulloso de ello, pero no siempre los demás llevan plátanos en el bolsillo. Los bonobos evitan esos momentos de tensión en la manada mediante la práctica convulsa e inmediata de actos sexuales. Aseguro que, en mitad de acaloradas discusiones, cuando me he visto subido a una lámpara y aullando como un orangután, he expresado esta propuesta tan ancestral y, por otra parte, tan humana. Para mi sorpresa he recibido varias citaciones judiciales. No descarto proponer a la juez, la experimentación de esta costumbre. He tenido que cambiar de abogada un par de veces y mi psicóloga se niega a abrirme la puerta, aunque yo sepa que está dentro del gabinete. Imaginen si impusiéramos este método de comportamiento en el Congreso, durante las discusiones políticas actuales que tanto quebrantan a nuestro país. Soy tan tolerante que yo mismo pagaría una habitación en un hotelito discreto. Nada espectacular, rosas en la cama, una botella de champaña y luz tenue con música relajante de fondo. Al fin comprenderíais vuestros errores.

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