Español

21 May

Que la pujanza del español en el planeta goza de buena salud, se demuestra mediante sucesos como el que hace pocos días nos sorprendió cuando un tipo montó un pollo, así en vulgo, en un comercio de Nueva York porque los empleados usaban la preciosa lengua de Quevedo para comunicarse entre sí, en lugar del maravilloso idioma de mi adorado Charles Bukowski. Las lenguas son como los hijos; el propio, el más bonito. En España nos peleamos a causa de las diferentes evoluciones que modificaron el latín hasta los idiomas peninsulares de nuestros días. El castellano es el latín mal aprendido por los vascohablantes que le imprimieron ciertos rasgos propios. Algunos siglos más tarde, gracias a que, por ejemplo, Alfonso X confeccionó una ortografía para unificar bajo un criterio a todos los escribas, la lengua de los campesinos se pudo usar como lengua oficial de la corte. Las hijas del latín se consideraban degeneraciones de una madre en la que estaban escritos incluso los textos sagrados. El castellano, a causa de su estabilidad fonética y gramatical, su temprana y abundante producción literaria, junto con la extensión de Castilla, en efecto, absorbió y se impuso de forma natural como lengua de uso preferente sobre las múltiples variantes que generaron los muchos aislamientos del norte peninsular durante la alta Edad Media. Y en ese fenómeno, aunque algunos no lo crean, Franco no tuvo nada que ver. El castellano era una máquina que funcionaba muy bien, además pronto enriquecida por el contacto con las demás lenguas peninsulares, sobre todo con el árabe. En su mayoría de edad, allá por el siglo XV, a pesar de que aún le aguardaban cambios de madurez, ya teníamos un idioma con gramática, la primera de todas las lenguas de la latinidad, ya había sido escrita La Celestina, perfecta sustituta del Quijote como obra cumbre de la humanidad, y su uso ya era mayor que el de sus hermanas latinas y madre vasca; así compartió la suerte del reino de Castilla y del posterior imperio hispánico.

El español molesta en España. La situación se invierte en el resto del mundo. Yo podría haber comenzado este artículo con idéntica frase a la que abre “Manhattan” de Woody Allen ¿Recuerdan? “Él adoraba Nueva York…” La adoro. No sólo por esa espectacularidad que captura al viajero, sino por sus gentes. El neoyorquino, así en general, según mis impresiones tras varias estancias en aquellos inmensos condados, es curioso, muy abierto de mente, hospitalario, solidario, tolerante y emprendedor. Una delicia de gente ¿verdad? Pero es que el neoyorquino es blanco, amerindio, negro, asiático, hindú, cristiano, judío, musulmán, ateo, animista, budista, hetero, homo, trans, poli y bi. La ciudad, capital financiera del planeta, capital sentimental de nuestro mundo, halla su definición en su pluriculturalidad y su polimorfismo captado y emanado por aquellas aceras de trazo tan exacto. Este conglomerado murmulla cientos de lenguas; el inglés actúa como un aglutinante de la ciudadanía, que no se puede sustraer a la impresionante presencia del español, la segunda lengua de la ciudad y la primera de ciertas áreas. En Patterson, Nueva Jersey, no oí a nadie hablar en inglés; la cartelería estaba en español y desde una tienda se oía la voz rotunda de Camilo Sexto a todo volumen. Hace años, cuando mi primer Nueva York, tenía que rogar que me hablaran en castellano. Nadie quiere usar un idioma de pobres. El año pasado, quizás por un efecto de rechazo a Trump, también neoyorkino, noté que el español había adquirido la categoría de bandera contra la discriminación, contra el racismo y contra la represión. Una lengua, además, muy apoyada y promocionada por el ayuntamiento de aquella ciudad. Me resultó complicado practicar inglés. Apenas oían mi lengua materna, abandonaban la suya para agasajarme en castellano. Ya digo, el español está mal visto en España. En el mundo es símbolo de libertad y de fraternidad frente a supremacistas como el tipo que montó el pollo en Nueva York, y que bien podría haberlo hecho en Cataluña por idénticas razones.

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