Soledad

22 Ene

Como todo nombre abstracto, el concepto de soledad proviene de un proceso reflexivo. Cada quien realiza sus componendas para concluir si se siente solo, o no. A partir de ahí llega el segundo paso, esto es, la consideración de si tal estado satisface, o no. Según las vidas ejemplares que me hicieron leer en el colegio, los primeros iluminados del cristianismo se iban al desierto, se subían a una columna -que, dicho sea de paso, no sé quién la habría edificado ahí- y esperaban a que Dios les explicase algo. El Altísimo, distraído con otras cuestiones, tardaba años en decirles alguna frase, la mayoría de las veces poco originales, como de compromiso. San Juan de la Cruz la llamó soledad sonora cuando cumplía esas características. Santa Teresa, por continuar la vía mística-ascética, prefería contemplar a Dios entre los pucheros del convento y, por tanto, en medio del trasiego diario y el jaleo. Como Dios está en todas partes, está como Dios. Se puede permitir tales extravagancias de soledad y compañía al unísono. Sin embargo, cuando creó al hombre, según el mito, se percató de que no era bueno que estuviera solo. Imaginen lo que un tipo solo podría haber liado con tanto animal desnudo a su alcance. Entonces Dios moldeó a la mujer y, a partir de ahí, los humanos se reprodujeron para estar solos pero acompañados, como hoy sucede en nuestras sociedades modernas. Lo malo es que el hombre no es Dios excepto en su casa, y a ciertas horas; por eso lleva fatal el estar rodeado aunque solo, como la única campanada de la una. Nuestro cerebro desarrolló una resistencia a las paradojas que lo convierte en fuente de pesares y angustias; esos procesos mentales que realizamos desde aquel legendario atracón de frutos del árbol del conocimiento provocan que alguien pueda sentirse en plena soledad dentro de unos grandes almacenes, cuando el primer día de rebajas y a esa hora en que es imposible dar un paso sin que alguien te pise o te empuje, o ambas cosas a la vez. Así somos las criaturitas del Señor.

El caso es que el sentimiento de soledad ha alcanzado tales cotas de insatisfacción que en Reino Unido van a crear una Secretaría de Estado para que se encargue de lo que han calificado como un problema nacional. El aislamiento en Japón ha motivado que proliferen empresas que alquilan amigos, pareja o familiares por horas; parece que los de verdad escasean en una de las áreas del mundo con mayor densidad demográfica. Los razonamientos son libres como pájaros y pían lo que quieren. Este fenómeno al que la vida actual nos somete ha impulsado también el negocio de las muñecas sexuales, tan sofisticadas que un tipo en Estados Unidos pasea con la suya y la lleva a todos lados como si fuera su novia aunque está casado; cuando la legítima esposa discute con la amante siempre tiene ella la última palabra, todo no va a ser inconvenientes. Sin embargo, el horror de esa familia californiana que se ha dedicado a tener hijos para montarse su propio campo de concentración en casa, sería casi imposible que se pudiera reproducir en cualquier pueblo de España, donde todo el mundo registra la vida de todo el mundo cada día. Nada es bueno ni malo por sí, excepto perder un billete de 50€, claro. Ese carácter nuestro que nos lleva a entablar una conversación con cierta facilidad, este nivel de vida que nos permite invitar al vecino de barra a una caña cuando la charla intrascendente se está alargando, junto con el equilibrio que aún conservamos entre ocio y negocio, actúan como antídotos cuando la soledad se paladea como un veneno. Hay un bar inglés en Coín, donde los británicos se comportan de modo diferente a como lo hacen en su tierra, que exhibe un cartel en que aconsejan al cliente que se emborrache y charle con el prójimo porque no disponen de wifi. Por desgracia, aquí también mueren vecinos en sus pisos y son descubiertos años más tarde; aún vemos personas mayores que alimentan palomas y gatos callejeros para percibir un vínculo afectivo. Nada es perfecto pero esto de ser español mola mucho.

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