Orgullo

3 Jul

Para comprobar el complejo devenir de la sociedad española sólo hay que alzar el peso de los tomos que describen esos senderos trazados desde los Reyes Católicos hasta nuestros días. Un empeño de titanes si nos decidiéramos a cargar también con los ejemplares que husmean entre los pueblos prerromanos de la península Ibérica, o los que deambulan entre Roma y el Reino de Granada. Hoy está de moda entre algunos círculos el denostar los avances socio económicos que La Transición, así en mayúsculas, permitió y promovió desde un reino casi uniformado en gris, hasta la sociedad tolerante y de mentalidad abierta en que hoy, con gran orgullo, podemos decir que nos hemos transformado. Las conquistas colectivas son como las coplas sin autor, una vez que las canta el pueblo ya no pertenecen a nadie, y padecemos políticos que si no son protagonistas meten una patada a la mesa mientras los demás comen. Madrid, de nuevo en la historia, ofreció el pasado sábado un ejemplo de dignidad y libertad como capital de España, no como capital de Madrid. Quedarán estratos de cerrilismo pero ya anecdóticos. Hace poco más de un siglo que un cura vasco al frente de un grupo de cejijuntos con escopetas quemaba la correspondencia en la frontera francesa porque no era sino un instrumento del diablo. Hace décadas aún no era permitida ni siquiera la diversidad de pensamiento en una España propiedad espiritual e intelectual de la iglesia católica y del Movimiento. El concepto de tolerancia sólo existiría en el diccionario y ni de eso estoy seguro. La homosexualidad era considerada una aberración penada con cárcel, además de un motivo para abrir la puerta a todo tipo de humillaciones y vejaciones contra los más elementales derechos humanos. Un país transformado en cuartel no pretendía albergar más personas que a sus propios monaguillos, el resto era basura humana que había que condenar a un exilio interior o exterior, a un destierro de invisibilidad en aquella España que era cosa de hombres, como los brandis de Jerez.

En Málaga el régimen franquista tuvo que transigir con la burbuja de Torremolinos. Sus noches y fiestas fueron protegidas por la necesidad estatal de dólares y marcos, junto con el deseo del régimen de proyectar hacia el exterior una apariencia de progreso, al menos en una delgada franja de cuatro kilómetros de libertad y leves dosis de permiso de las autoridades para poderse desenmascarar en los locales señalados. Los de la brigadilla político social descubrieron en alguna redada al hijo díscolo de algún cabezón del régimen y disminuyeron los acosos, pero eso son historias de Torremolinos. Como todos los españoles nacidos en los sesenta, yo nunca fui educado en conceptos como el del respeto hacia la diferencia ni, mucho menos, en el de la diversidad sexual y de género. Varias generaciones de españoles han reciclado su modo de ver el mundo y sus enfoques morales hasta llegar a la celebración de este hito histórico, tan cargado de simbología, que ha sido la manifestación por los derechos del colectivo LGTBI de este sábado. Los pueblos necesitan esas marcas en el recuerdo que demuestren que arraigaron las semillas plantadas por muchas y muchos heteros, lesbis, gays, trans, bi e ínter, para que consiguiéramos una sociedad donde cada quien sea cada cual, en efecto, y baje las escaleras como le venga en gana, tarareando aquella canción de Serrat. Ha sido un día de orgullo por esa capacidad de reflexión y adaptación que la sociedad española demuestra en su devenir histórico, a pesar de quienes han intentado anclarla bajo las aguas muertas del odio y el miedo a que los seres humanos tomen sus propios caminos protegidos y aceptados por el resto de sus conciudadanos. El arco iris inició su tímido brillo en España desde hace tiempo, por más que algunos estratos de irracionalidad hayan afeado los márgenes de un río común ya incontenible. Hoy sólo cabe sentirse orgulloso de tanta civilidad española.

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