Petróleo

5 Jun

Una manifestación ciudadana, esta vez sobre bicis, ha reivindicado de nuevo un bosque en los terrenos que antes ocupaban aquellos enormes contenedores de petróleo en la Avenida Juan XXIII. Málaga es una ciudad agradable y donde los niveles de contaminación aún son adecuados por dos motivos: los vientos marinos barren la ciudad con frecuencia, y no disponemos de un parque industrial más allá de esas áreas de almacenaje y distribución con las que engañamos nuestras cifras de desempleo crónico. Por fortuna nuestras autoridades locales no se han visto en el compromiso de intervenir en una emergencia medioambiental para la que, sin duda, tampoco están preparadas. Repasemos nuestra historia. Si nos vamos a la Málaga de finales del XIX, descubrimos que para un poblachón del tamaño de la actual Antequera o así, nuestros tatarabuelos habían habilitado la Plaza de la Merced, la del entonces Ayuntamiento, actual Plaza de la Constitución, y la Alameda, espacio galante donde lucir el poderío familiar en carros o a pie. Más tarde, años 20, el consistorio reservó los actuales terrenos del Parque para uso colectivo. Durante los años sesenta e inicios de los setenta del pasado siglo, época en que Málaga se acercó a galope al casi al medio millón de habitantes, el número de parques se quedó tal como estaba. Uno, con su burrito de bronce y lomo bruñido como el oro por los pantalones y faldas de quienes nacimos en aquellas décadas llamadas del desarrollo español. Miles de fotos atestiguan aquella casi única diversión para niños. En barrios como Miraflores de los Ángeles, por ejemplo, los planes urbanísticos guardaron breves metros para servicios llamados jardines, más por tradición semántica que por exactitud del significado. Un recinto de tierras calvas de unos 250 metros cuadrados para más de diez mil habitantes a quienes nunca se les ocurrió acudir juntos para disfrutar de sus centímetros de expansión, un verdadero problema de orden público, incluso de física pública. Un desarrollo como tumoral, donde no se concebía la calidad de vida.

Desde aquellos días se han inaugurado parques, sí, el del Oeste, el del Norte, Litoral o María Luisa, pero ajenos al compás de crecimiento del tráfico, o a nociones modernas de habitabilidad. La negativa del actual Consistorio para cultivar un nuevo espacio de expansión y verdura en aquel distrito revela un concepto de ciudad como templo del ladrillo, a pesar de que, incluso, cerca de aquellas aceras, en el entorno de Calle La Unión, se alcance uno de los mayores índices de densidad demográfica de toda Europa. Desde Pedro Aparicio, el mapa de parques ha sido sustituido por el de alcorques, esto es, el metro cuadrado donde se planta un árbol y se sitúa donde sea, con criterio o no, para que la suma de alcorques califique a Málaga como una falsa urbe verde. Menos mal que nos rodean los Montes de Málaga, a los que tampoco repobló nuestro consistorio, unas hectáreas de oxigenación para quienes suban en coche, claro. La errática política ambiental de nuestro ayuntamiento ha conseguido una ciudad con calles que deben ser transitadas en fila de uno. Ahí quedan como ejemplos Calle La Victoria, donde el paso se comprime entre naranjos y farolas, o la demencial Cruz del Molinillo donde la acera se empacha y minimiza entre el carril bici y los alcorques que el área de Parques y Jardines situó allí como demostración de que cualquier trazado puede empeorar y de que no se necesita tener ni siquiera sentido común para ser urbanista. El Ayuntamiento de Francisco de la Torre se esfuerza porque la ciudad pertenezca a sus legítimos amos, es decir, las inmobiliarias, constructoras y cementeras que son quienes trazan las calles. Málaga casi nunca ha sido pensada como espacio para sus ciudadanos, nos estamos beneficiando de la llamada al turista. Don Francisco ha descubierto más petróleo en los terrenos de ese pretendido bosque urbano, ahora en forma de torres de pisos con vistas al mar de tejados sin arboledas que caractriza la línea urbana de nuestro horizonte.

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