Desavenencias

27 Jul

imagesSegún constato en guateques y saraos a los que me invitan amigos con cartillas de ahorros y fondos de inversiones prósperos, los universos femeninos y masculinos giran según ciclos vitales diferentes y casi contradictorios. Abre la puerta un anfitrión de, pongamos, cincuenta años. Entre los efluvios etílicos, y cuando ya constaté hacía rato la presencia de una chica de veinte con unas protuberancias pectorales dignas de un museo del porno, el señor de la casa me la presenta como su actual novia. Este tipo de mujeres sobre altos tacones suele adornarse con nombres eufónicos y sencillos, tan fáciles de recordar como su perfil, o el número de su teléfono aunque lo enuncie sólo una vez, en arameo y en una frecuencia sónica por debajo del umbral humano. Un análisis superfluo de esta pareja desde el punto de vista de un feminismo exacerbado podría sugerir que castraran al varón de la casa o, al menos, lo arrojasen entre una manada de cocodrilos bien cubierto de mostaza y patatas fritas. Una reflexión más sosegada, no por ello menos impopular, descubriría una desavenencia promovida por ciertos desajustes hormonales e intelectuales que en ambos sexos opera la edad, aderezada por otras circunstancias de origen diverso. Aunque sé que me arriesgo al desuello público en la plaza, o a figurar cubierto por grosellas en la carta de postres de la granja para cocodrilos, expondré mi teoría con toda humildad y fáciles ejemplos. La sabiduría se construye gracias al sacrificio de mártires como yo.
Cuando uno tiene catorce años, gafas y un mundo que no va más allá de las faldas de su madre, las chicas de clase lo desprecian con gestos ostentosos e incluso escupitajos, martirio que refugia al adolescente entre una montaña de libros y actos onanistas, elementos ambos que aseguran un currículum intachable cuando la madurez y varios doctorados lo coloquen en esa cumbre social donde el poder y su fajo de billetes borra ante algunos ojos femeninos fealdades pretéritas.
Al mismo tiempo, aquella colegiala con minifalda de tablitas, calcetines y coletas por la que sufría su compañero despreciado, activó su radar biológico y, con esa pericia que durante ciertos años juveniles desarrolla la mujer, ya tenía localizado al canalla más peligroso e inculto sí, pero con moto, que anduviera en unos diez kilómetros a la redonda. Que por lo general también humillaba al gafas, entonces sumido en los puestos de la escala de supervivencia sólo por delante de los paramecios.
¡Ah, pero el destino se mueve con lógica inflexible e incluso justicia! Años después encontramos al débil gusano como mariposa en camisa hawaiana, viajado, culto, locuaz y con nivel adquisitivo para dar fiestas con barra libre a las que me invita. Aquella diosa de los pupitres se halla ahora en un curso elemental para adultos, arrastra un par de hijos y, de vez en cuando, recibe noticias desagradables de su adonis de barrio que pena delitos en alguna cárcel y repartió su carga seminal entre varios úteros, según normas de la selección de especies. Además, el tiempo no fue generoso con ella, ni la maternidad precoz con sus pechos que en nada se parecen a esta escultura neumática que pasea entre risitas y miradas picaronas por este salón de fiesta donde me encuentro, y del que ya me invitan a marcharme después de haber pellizcado el culo de la anfitriona varias veces, supongo, que atraído por el campo gravitatorio de sus magníficos planetas lactarios.

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