Don Evaristo D’Angelli

27 Jun

tronoIgual que quien acaricia su certificado de inocencia, se acicaló parsimonioso la corbata granate, la gomina sobre el lateral del pelo y los puños de su camisa blanca aún con aroma a envoltorio. Casi se colocó en posición militar con las manos enlazadas ante sí. Protegido por su traje gris se sentía acorde con la solemnidad que requería el acto. Como una ráfaga, aquel repiqueteo de altos tacones femenino junto a él lo distrajo tanto que apenas percibió los toques de campana e himnos, preludios de esa devoción a la que riguroso y periódico se entregaba por imperativo familiar desde los diecisiete años. La mujer, vestido de luto, tocada con mantilla, el perfil de sus piernas dibujado por medias de red, legó al aire efluvios florales competidores por momentos de los ramos y cirios sobre el trono de la Virgen. Corneta, clarines, tambor, tambor.
No pudo evitar Don Evaristo que se le desviasen los ojos durante las primeras paradas, desde la corona de la Reina del Cielo a la que seguía sumiso, hasta aquellas nalgas redondas, frente a él alzadas como pomelo en gajos. La penitencia, corneta, tambor, paso, paso, se le antojaba algo más dura que en años anteriores. La edad, tal vez. La primavera significaba aquel despertar de la sangre y el rito. Moría la luz vespertina a pocas calles aún de la Hermandad. Quedaba un largo camino. Buscó refugio en la memoria; su padre lo había instruido en cada recoveco del protocolo. Aún recordaba aquella mueca de leve sonrisa cuando ambos apretaban a un tiempo sus respectivos cilicios, o los consejos mientras elegían piedrecillas planas para introducir en los zapatos, siempre de estreno. La Santa Señora parecía aliviar por momentos su tensión a pesar de aquella ineludible presencia femenina.
Transcurrió el recorrido, tambor, tambor, clarines. La visión del manto de la Madre Dolorosa se distorsionaba a causa de aquella cintura por los encajes del velo mecida. Don Evaristo D’Angelli sentía rotas las plantas de los calcetines; un tenue hilo de sangre ya manchaba su pantalón. Se cumplió el designio según el final de Cuaresma; en esta ocasión el desfallecimiento superaba a la voluntad. Ocurrió entonces el milagro. El vestido de aquella mujer se había desgarrado desde la raíz de la cremallera. El tanga revelado le insufló aliento y ya sólo se encontraba impaciente ante el pronto regreso a casa. Tambor, tambor, cornetas, aplausos e himnos. Encierro. Cojeó hasta el dormitorio con deseo de finalizar aquella liturgia. Sobre la colcha ella aguardaba ahora sólo vestida con las medias de red y los tacones, como así lo había instituido su antigua estirpe cofrade.

5 respuestas a «Don Evaristo D’Angelli»

  1. Hoyga enorabuena por su CLARA esposicion. Todos en ESPAÑA deberian defender la SEMANA SANTA y los VALORES CISTIANOS como usted lo ace. ¡¡¡Siga en esa linea¡¡¡

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