Aquella Feria

8 Ago

Diré que estoy acongojado, porque soy elegante, pero me quedo muy corto. Siento como si tuviese al perro de San Roque bajo mis piernas y me pregunto, si no es el rabo, qué será lo que lleva el can escondidito entre sus patas traseras, que me da -o me doy- tanta pena.

En dos días, el horror vacui empecinado del alcalde propiciará este relleno barroco anual de multitudes que alcanzará al barrio de la Victoria en el que subsisto, como le sucederá a tantas otras arterias confluyentes de la ciudad, desbordadas todas frente a la rendición sin condiciones de calle Larios. De modo que estoy preparando las maletas para exiliarme en Huelin, con la familia, y así librarme del terrible monstruo que han creado De La Torre y Porras por omisión, cogidos de la manita y con las bragas en la mano, en mi querido Centro Histórico humillado, durante la Feria de Málaga.

Perdonen que llame Feria a eso que nos hiere en lo más profundo de la idiosincrasia como un agravio, y que yo sea tan cobarde o cínico como para que habitualmente me resigne o disimule mi disgusto, hasta que el caos amaine y vuelva a casa jurando bajito en arameo de los montes. Otra vez. Otro año. Tras otro desastre injusto padecido. Porque lo que en la Almendrita ocurrirá desde el día 9 de agosto, hasta el próximo domingo, 19, no se parecerá a ninguna fiesta grande malagueña, ni encontraremos motivo alguno para mostrarnos orgullosos de sus salados faralaes fritos, desgraciadamente, sino que, a cada malagueñito rabicorto bien educado, pisar la calle sigilosos hacia el puente de plata, en estos días sin ley ni ayuda, nos supondrá una vida en suspiros y otra media en oraciones, huyendo de nuevo, a la desesperada, del caos y sus pestilencias. Confieso que me paralizaría el miedo insuperable si me viese obligado a atravesar en una urgencia, a ciertas horas, la recogida de ese circo montado por la fiera y teniente de Alcalde malagueña, responsable del Área de Servicios Operativos, Régimen Interior, Playas y Fiestas, la señora Atilesa Porras.

Pero si a nosotros nos enseñaron a sentirnos mal cuando hacíamos demasiado ruido masticando el maíz tostado en el cine, ¿qué clase de locura es esta, ruidosa, maloliente y violenta, que me ofrece, falazmente, como parte de mi tradición? Menos lucecitas, y un poquito más de trabajo. Y si lo que escaseara fuese la aptitud, apártese de una vez, cien pasos atrás, y que alguien le devuelva nuestras costumbres y, sobre todo, nuestro orden, buen gusto, y mejor educación, a nuestra feria del centro.

Una celebración en la que el rey de la fiesta sea el macarra descamisado, borracho hasta las trancas de reguetón navajero, será la de los responsables municipales, cómplices de esta barbarie y desolación anual, pero nunca la nuestra. Que cada vez más malagueños reneguemos de esta fiesta impuesta, con verdadero sentimiento de culpa, tiene que ver con la inoperancia municipal, no con nuestra falta de compromiso.

Como sucede a menudo, la iniciativa privada va por delante, y cada vez más locales de restauración del centro migran al Real o, en su defecto, proponen programas y cartas a puerta cerrada, para aquellos que siguen empeñados en disfrutar contra viento y marea, y para eso pagan alquileres desmesurados y tasas y platos rotos por todos todo el año. Si la prohibición, a la que nos hemos acostumbrado en los últimos tiempos, es la única solución, hágase. Prohibido feriar con el sudoroso torso descubierto, prohibido beber en la calle. Que tomen la batuta los comercios y los bares y restaurantes, las y los malagueños. Así nació aquella Feria del Sur de Europa que hoy más bien parece una bacanal vikinga.

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