A cielo abierto

20 Ene

Hoy se cumple un mes de las elecciones y todo sigue revuelto, con lo que había pensado en acercarme a mediodía a mi terracita favorita del Centro a darle un repasito a la prensa para ver cómo iba lo de los cuatro grupos de Podemos, las tres posiciones distintas e inamovibles de Rivera, las dos veces no de Pedro Sánchez o la única, grande y libre ausencia permanente de Rajoy de cualquier sitio interesante. Pero me lo estoy pensando. No porque mi jornada laboral de autónomo de medio pelo se me haya complicado más de lo esperado, que ojalá, sino porque el debate de la semana en Málaga tiene que ver más que con esto, con lo odiosas que nos resultan las terrazas invasoras de la hostelería postindustrial en el Centro Histérico, y me da no se qué contribuir a fomentar gratuitamente nuestras enfermedades mentales. Ante todo, he de reconocer que me va a costar mucho renunciar a las cañitas al aire libre pero, si es por el bien común de la ciudad, me rindo, y me las tomaré dentro, frente a la barra, al estilo británico lluvioso.

Las terrazas de los bares son nuestra perversión turística aglomerada. Lo dice el OMAU, que debe saber mucho de cualquier cosa, por lo raro que contratan y el pedazo chalé que manejan, y comparten su misma visión los ciudadanos que rellenan encuestas, los encargados del urbanismo municipal y los portavoces de todos los partidos que quepa imaginar en el pleno del Ayuntamiento. Las terrazas de los bares con sus sombrillas, toldos, sillas y estufas son tan malas malísimas que han echado a los vecinos del Centro. Un 8% de residentes, 500 personas, han huido despavoridos por causa de las terrazas en los últimos años. ¡Vade retro!, se les oía decir mientras se alejaban corriendo de las sillas callejeras de su bar de abajo. De la Feria, la Navidad, el Carnaval, la Semana Santa, el Festival de Cine, la Noche en Blanco y la madre municipal que los parió a todos, no se quejaba ninguno mientras se iban con la manta liada a la cabeza, despotricando de los pregones. El ruido, la basura y la indignación lo producen las terrazas de la hostelería por mayoría absoluta. Ni los encendidos de luces ni la ley de la selva posterior que se desorganiza, tienen nada que ver. ¡Pues vamos a quitarlas! Si el turismo sin terrazas no es posible, nos dedicamos al sector industrial, tan en boga en nuestra ciudad en los últimos siglos, sin problema.

Pero no hará falta llegar a eso. Claro que es posible. Con lo bonita que están dejando la nueva ciudad peatonal del centro, lisita, lisita, sin un alcorque que estropee el paisaje, ni un arbolito que no deje ver nuestra monumental historia en el horizonte preclaro, no harán falta ni terrazas, qué digo, ni bares para seguir llenándonos de visitantes. Vendrá el turista contemplativo, a disfrutar del entorno sin posibilidad de gasto, buscando una cantimplora o alguien que se apiade de él. Que no se nos maree mucho. Yo no he encontrado ni una sombra en los alrededores planos, planitos de la Catedral. Eso sí, te puedes ir corriendo al Parque y dejar el espacio libre para supuestamente pasear, desértico. O el arquitecto responsable es de Leon y ha pasado mucho frío en su tierra o si es de aquí, es un cachondo con un sentido del humor muy extraño. Verás tú un día de terral en julio, en medio de tanta inmensidad, con el suelo blanco achicharrante y 42º a la sombra. ¿He dicho sombra, qué sombra? Bffff… Un refresquito, por favor. ¡Ah no!, que no hay terrazas. Cuánta lipotimia de alemanes tumbados por doquier. Si sólo venían a ver el Picasso y el Pompidou, pobrecitos ahí panzaabajo, cayendo como moscas. Habrá que poner un puesto de la Cruz Roja por lo menos, ¿no? Pero que no ocupe mucho para que los malagueños aficionados a sudar tengan sus cinco metros a cada lado para poder pasear sin estrecheces.

En fin, menudo problemazo el de las terrazas…

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