La tragedia de volver en no

3 Jul

Existen ‘estados de opinión’ y también ‘estados emocionales’. Se producen corrientes de pensamiento y, cómo no, corrientes de sentimiento y de ánimo. Esos ‘estados’ pueden caracterizar a una población entera o a un colectivo dentro de ella. Cuando se habla de ellos no se quiere decir que todos y cada uno de los integrantes de un colectivo tengan la misma idea o vivan idéntica emoción. Podemos decir, por ejemplo, que el profesorado estaba ‘satisfecho con la LOCE’ o que los médicos están ‘descontentos con las estructuras sanitarias’, que ‘los jueces están abrumados por la tarea’ sin afirmar por ello que todos los individuos de estos colectivos, sin excepción, participan de esa dinámica emocional.
¿Qué pensar, hoy, de los docentes? De forma reiterada oigo decir que están sumidos en un clima de desaliento, que tienen un estado de ánimo pesimista y desesperanzado, que viven un malestar que lo tiñe todo de un tono bajo, de una lamentable falta de entusiasmo. No es fácil hacer un diagnóstico del ‘estado emocional’ de los docentes, pero desde hace algunos años se viene insistiendo en la presencia de un grave malestar, especialmente entre los docentes de Secundaria. No en el de todos, claro está. Se habla insistentemente de conflictividad en las aulas, de falta de motivación del alumnado, de dificultades intrínsecas a la práctica, de grave desafección de las familias respecto a las escuelas, de poca coherencia en quienes dirigen la educación, de poca valoración social de su actividad… Y de un consecuente malestar o de una inevitable decepción.
Vivimos una época en la que se magnifica la maldad y la desgracia. Basta ver la primera página de los periódicos para comprobarlo. No es noticia la paz, ni la solidaridad, ni la vida, ni el afecto. Es noticia la muerte, el terror, la destrucción, la catástrofe. “Dale la vuelta al periódico, que viene el niño”, dice el padre a la madre ante la carga de horrores de las noticias más relevantes que ocupan la primera página. Digamos que la bondad no cautiva a las audiencias. Tampoco en la esfera de la enseñanza. Es noticia que un alumno persiga a un profesor por un pasillo con un cuchillo, no lo es que millones de escolares estén trabajando pacífica y afectuosamente con sus profesores en las aulas.
No quiero pecar de ingenuo. Sé que existen dificultades y problemas en el desarrollo de la tarea educativa. Unos son tradicionales e inherentes a la naturaleza de la actividad y a la idiosincrasia de la institución en la que se desarrolla y otros son novedosos y propios del momento y las circunstancias que estamos viviendo. De ahí a decir que los profesores son los profesionales con peor situación y con mayores tasas de depresión y de conflicto hay un abismo.
En la sociedad neoliberal priman unos postulados que resultan contraproducentes para los presupuestos que sostienen una auténtica actividad educativa. Lo que hoy está de moda es el individualismo, la competitividad, el relativismo moral, la presión del éxito, la obsesión por la eficacia, la hipertrofia de la apariencia, la adición al consumo, la búsqueda del hedonismo… No es fácil remar contracorriente o avanzar contra la fuerza del viento. Porque esos postulados no sólo inspiran y dominan las grandes políticas y los enfoques de la macroeconomía. Esos postulados se instalan en las concepciones, en las actitudes y en las prácticas cotidianas de las personas.
Es posible que después de un período en el que se ha vivido la emoción optimista de un cambio que luego se frustró venga una etapa de pesimismo y decepción. De eso hablan algunos docentes que vivieron en España hace años una etapa de fuerte compromiso, de experimentación pedagógica y de transformación política. Muchos profesores entusiastas, comprometidos en movimientos de renovación fueron fagocitados por la administración educativa. Otros fueron vencidos por el cansancio o la incertidumbre. Se ‘han quemado’, dicen.
No puedo por menos de solidarizarme con el profesional de la enseñanza que se encuentra con dificultades extremas para conseguir una mínima atención de los alumnos y para despertar una minúscula motivación por el aprendizaje. Con el docente que vive en el seno de un grupo profesional conflictivizado y escéptico o que se relaciona con familias agresivas e intemperantes.
Sé que es imposible enseñar a quien no quiere aprender. Porque el verbo aprender como el verbo amar no se pueden conjugar en imperativo. Sólo aprende el que quiere. Sé que los profesionales de la educación tienen competidores potentes que actúan por la vía de la seducción sobre los alumnos, no por la de la argumentación que se utiliza en la escuela. Sé también que muchos docentes han llegado a la profesión por caminos tortuosos y con una preparación específica escasamente coherente y en nada eficaz para poder ejercerla de manera satisfactoria.
He visto a miles de profesores en otros países (me refiero especialmente a docentes hispanoamericanos) que trabajan con unos salarios miserables, en unas condiciones pésimas, con problemas políticos y sociales gravísimos, con alumnos hambrientos y los he visto trabajar (no a todos, claro) con un entusiasmo, con una capacidad de sacrificio y con un deseo de aprender admirables. Me he preguntado muchas veces por la fuente de su entusiasmo, de su esperanza, de su optimismo.
Porque esa fuente existe. Dice Horkheimer, autor de la escuela de Frankfurt que en educación podemos ser pesimistas teóricos, pero hemos de ser optimistas prácticos’. Me contaba en cierta ocasión la ministra de Educación de Bolivia que los habitantes de Potosí tenían fama de ser muy pesimistas. Tanto, que se decía de ellos lo siguiente: Cuando un potosino se desmaya, no vuelve en sí, vuelve en no. Hay profesionales de la educación que vuelven cada mañana en no, que van a la escuela maldiciendo su suerte. Para su desgracia, por cierto. Y para la de quienes dependen de ellos.
Pienso que no hay tarea más compleja, más decisiva y más apasionante que la de trabajar con la mente y con el corazón de las personas. Para ejercerla hace falta desterrar el fatalismo, vivir en la esperanza y mantener el optimismo. Dice Merieu: “La educabilidad se rompe en el momento en que pensamos que el otro no puede mejorar y que nosotros no podemos ayudarle a hacerlo”. El próximo día trataré de buscar los manantiales del optimismo que pueden abastecer a los docentes de una razonable alegría y de una notable satisfacción. Eso espero y a ello me comprometo.

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